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Este fin de semana, por circunstancias de la vida, he acabado con un montón de gente, de diferentes tipos y edades, en un albergue del Pirineo. Aunque las montañas escarpadas me impactan demasiado como para ser mi paisaje preferido, hay que decir que me encanta escaparme de vez en cuando de la gran ciudad. Entonces venzo la enorme pereza que me da preparar la bolsa, calcular tiempos, preveer temperaturas diferentes, actividades posibles, inclemencias climatológicas y todas esas cosas, y olvidándome siempre unas cuantas cosas, me lanzo feliz a “ver verde”.
Aunque entre ese montón de gente había amigos muy queridos, globalmente no se puede decir que la compañía fuera del todo grata. Aun así, lo cierto es que me siguen sorprendiendo las diferencias entre lo que llamaré bastamente la humanidad, y yo, que me temo que no estoy a la altura. La vida de la humanidad urbanita transcurre entre cemento, ambientes contaminados y prisas. Tonta de mí, pensaba que sería deseable que una salida de este tipo sirviera también para que ese ser amorfo se deshiciera de todo ello. Tapizar el suelo gris por tierra, hierbas y flores (la montaña estaba espléndida, después de una primavera de lluvia y sol radiante), y dar paseos con la guía del instinto. Pensaba que era de esperar que cambiara su ambiente cargado de metales pesados por el aire limpio, e hiciera cuantas actividades pudiera al aire libre. Creía que sustituiría esa vida que transcurre alrededor de una agenda por un ritmo anárquico y natural. En definitiva, pensaba que el animal urbano iba a aprovechar ese paréntesis para hacer eso que suena un tanto cursi pero que siendo honesta, creía casi imprescindible: volver provisionalmente a la naturaleza. ¿Seré torpe?
Mi primer shock llega a la hora de las comidas. El fin de semana se había organizado en un recinto impersonal y con la friolera de un cuarto de hora para que todos accediéramos a aquel comedor infernal. Dentro, ya se sabe, lo que hace confortable la vida urbana: mobiliario de plástico funcional, ruidos estruendosos, gritos, grandes mesas y comida-rancho. Y, claro, el típico calor que desprenden las estrechuras humanas. Pero lo mejor, y yo sin caer en ello, lo mejor de todo estaba fuera, a las puertas del comedor: colas de unas cincuenta personas, peleándose por acceder treinta segundos antes a las bandejas industriales con que se suelen hacer los típicos malabarismos para llegar a un asiento libre con la mitad de la ración aún en el plato. Mi ignorancia no tiene remedio: con sólo pensar un poco habría entendido que aquel gentío tenía síndrome de abstinencia de la jornada de sábado de súper, y no estaban dispuestos a prescindir de las bondades de sus colas. Creo que éramos dos o tres los que desaprovechábamos la oportunidad, y seguíamos al fresco del porche, renunciábamos a las colas a pesar de que ello nos ocasionaba el indudable disgusto de tener que ser los últimos. Y eso era un problema considerable, porque sin habernos podido acabar aún la sopa de sobre (hasta este fin de semana pensaba que no podía haberlas de tamaño industrial) ya se habían iniciado las múltiples actividades previstas para la tarde.
Para entonces, los niños de más de tres o cuatro años se peleaban entre ellos para poder acceder a los dos ordenadores con acceso a Internet. Buena parte de las niñas habían hecho sus corrillos y cuchicheaban encerradas en las habitaciones. La sala de televisión tenía overbooking (me costó entender que no tenía nada que ver con los libros) porque retransmitían no sé qué partido de fútbol. Y yo seguía fuera de la casa y, nuevamente, casi sola. Cómo nos desubica la ignorancia.
Después de la cena los animales urbanos disfrutaron enormemente de la montaña: en ningún otro sitio la mayor parte del personal se habría agazapado en el sótano del local para improvisar una discoteca. Los niños estaban como locos de contentos, y las madres, tras ventilarse un par de botellas, también. Algo más tarde, el sector sillas en el porche fue aumentando de tamaño, sobre todo con elementos masculinos, ya que teníamos más bebida y todo el hielo. Quizás incluso nuestros vasos eran de mejor plástico y el derecho a fumar era sólo nuestro. La disco cerró en algún momento, y se volvieron a quedar sólo tres o cuatro sillas ocupadas. Seguramente ése fuera el zenit de mi majadería, porque me alegré de que se distinguieran los grillos y el viento en las hojas de los árboles, cuando sólo un rato antes me habían hecho notar que lo sublime es la retransmisión de fútbol, aunque no te importe un carajo el equipo, y oír los últimos éxitos musicales de moda. Y yo, nada, erre que erre con mis grillos y mis brisas.
Al día siguiente hubo una caravana a un río cercano. En un principio estuve tentada de añadirme. Pensaba en un bonito paseo por las orillas, en descansar en la hierba arrullados por su sonido, quizás incluso leer un poco en un sitio agradable. Por forturna, me aclararon que así no se disfruta de los ríos. Que los paisajes ya se ven en las fotos de Internet. Sin una actividad agitada que nos zarandee el tiempo libre, los urbanitas del mundo podemos enfermar gravemente e incluso es posible que nos asilvestremos. Por eso, los organizadores, que habían pensado en todo, habían previsto que un sargento sin galones diera órdenes a diestro y siniestro en varias actividades con nombres ingleses que no entendí. Me dijeron que con esas cosas y con esos gritos, el río se convertía en un parque de atracciones de movimientos imposibles, de complicados retos y vistosos neoprenos. Que sin todo ello no era posible pasárselo bien en un río. Hay que decir que esa asignatura me pareció tan difícil para mi mente tan poco evolucionada, que decidí quedarme leyendo. Me sentí profundamente vulgar.
Tras las benditas colas de la comida, la degustación de macarrones resecos y la banda sonora de gritos, pataletas y demás, empezamos la caravana de vuelta a la ciudad. Yo, con la certeza de que sería completamente incapaz de disfrutar de veras los campos. La mayoría de los compañeros de viaje, satisfechos por haber trasladado tantos factores del medio natural del urbanita. Los padres, encantados de haber conseguido que sus hijos no se comportaran como niños. Eso sí, no sé por qué, me pareció ver por el retrovisor como si la montaña se hubiera puesto en pie y nos echara de su paisaje de una patada.
Aunque entre ese montón de gente había amigos muy queridos, globalmente no se puede decir que la compañía fuera del todo grata. Aun así, lo cierto es que me siguen sorprendiendo las diferencias entre lo que llamaré bastamente la humanidad, y yo, que me temo que no estoy a la altura. La vida de la humanidad urbanita transcurre entre cemento, ambientes contaminados y prisas. Tonta de mí, pensaba que sería deseable que una salida de este tipo sirviera también para que ese ser amorfo se deshiciera de todo ello. Tapizar el suelo gris por tierra, hierbas y flores (la montaña estaba espléndida, después de una primavera de lluvia y sol radiante), y dar paseos con la guía del instinto. Pensaba que era de esperar que cambiara su ambiente cargado de metales pesados por el aire limpio, e hiciera cuantas actividades pudiera al aire libre. Creía que sustituiría esa vida que transcurre alrededor de una agenda por un ritmo anárquico y natural. En definitiva, pensaba que el animal urbano iba a aprovechar ese paréntesis para hacer eso que suena un tanto cursi pero que siendo honesta, creía casi imprescindible: volver provisionalmente a la naturaleza. ¿Seré torpe?
Mi primer shock llega a la hora de las comidas. El fin de semana se había organizado en un recinto impersonal y con la friolera de un cuarto de hora para que todos accediéramos a aquel comedor infernal. Dentro, ya se sabe, lo que hace confortable la vida urbana: mobiliario de plástico funcional, ruidos estruendosos, gritos, grandes mesas y comida-rancho. Y, claro, el típico calor que desprenden las estrechuras humanas. Pero lo mejor, y yo sin caer en ello, lo mejor de todo estaba fuera, a las puertas del comedor: colas de unas cincuenta personas, peleándose por acceder treinta segundos antes a las bandejas industriales con que se suelen hacer los típicos malabarismos para llegar a un asiento libre con la mitad de la ración aún en el plato. Mi ignorancia no tiene remedio: con sólo pensar un poco habría entendido que aquel gentío tenía síndrome de abstinencia de la jornada de sábado de súper, y no estaban dispuestos a prescindir de las bondades de sus colas. Creo que éramos dos o tres los que desaprovechábamos la oportunidad, y seguíamos al fresco del porche, renunciábamos a las colas a pesar de que ello nos ocasionaba el indudable disgusto de tener que ser los últimos. Y eso era un problema considerable, porque sin habernos podido acabar aún la sopa de sobre (hasta este fin de semana pensaba que no podía haberlas de tamaño industrial) ya se habían iniciado las múltiples actividades previstas para la tarde.
Para entonces, los niños de más de tres o cuatro años se peleaban entre ellos para poder acceder a los dos ordenadores con acceso a Internet. Buena parte de las niñas habían hecho sus corrillos y cuchicheaban encerradas en las habitaciones. La sala de televisión tenía overbooking (me costó entender que no tenía nada que ver con los libros) porque retransmitían no sé qué partido de fútbol. Y yo seguía fuera de la casa y, nuevamente, casi sola. Cómo nos desubica la ignorancia.
Después de la cena los animales urbanos disfrutaron enormemente de la montaña: en ningún otro sitio la mayor parte del personal se habría agazapado en el sótano del local para improvisar una discoteca. Los niños estaban como locos de contentos, y las madres, tras ventilarse un par de botellas, también. Algo más tarde, el sector sillas en el porche fue aumentando de tamaño, sobre todo con elementos masculinos, ya que teníamos más bebida y todo el hielo. Quizás incluso nuestros vasos eran de mejor plástico y el derecho a fumar era sólo nuestro. La disco cerró en algún momento, y se volvieron a quedar sólo tres o cuatro sillas ocupadas. Seguramente ése fuera el zenit de mi majadería, porque me alegré de que se distinguieran los grillos y el viento en las hojas de los árboles, cuando sólo un rato antes me habían hecho notar que lo sublime es la retransmisión de fútbol, aunque no te importe un carajo el equipo, y oír los últimos éxitos musicales de moda. Y yo, nada, erre que erre con mis grillos y mis brisas.
Al día siguiente hubo una caravana a un río cercano. En un principio estuve tentada de añadirme. Pensaba en un bonito paseo por las orillas, en descansar en la hierba arrullados por su sonido, quizás incluso leer un poco en un sitio agradable. Por forturna, me aclararon que así no se disfruta de los ríos. Que los paisajes ya se ven en las fotos de Internet. Sin una actividad agitada que nos zarandee el tiempo libre, los urbanitas del mundo podemos enfermar gravemente e incluso es posible que nos asilvestremos. Por eso, los organizadores, que habían pensado en todo, habían previsto que un sargento sin galones diera órdenes a diestro y siniestro en varias actividades con nombres ingleses que no entendí. Me dijeron que con esas cosas y con esos gritos, el río se convertía en un parque de atracciones de movimientos imposibles, de complicados retos y vistosos neoprenos. Que sin todo ello no era posible pasárselo bien en un río. Hay que decir que esa asignatura me pareció tan difícil para mi mente tan poco evolucionada, que decidí quedarme leyendo. Me sentí profundamente vulgar.
Tras las benditas colas de la comida, la degustación de macarrones resecos y la banda sonora de gritos, pataletas y demás, empezamos la caravana de vuelta a la ciudad. Yo, con la certeza de que sería completamente incapaz de disfrutar de veras los campos. La mayoría de los compañeros de viaje, satisfechos por haber trasladado tantos factores del medio natural del urbanita. Los padres, encantados de haber conseguido que sus hijos no se comportaran como niños. Eso sí, no sé por qué, me pareció ver por el retrovisor como si la montaña se hubiera puesto en pie y nos echara de su paisaje de una patada.
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8 comentarios:
jajaja!!!
Genial, descrit a la perfecció, con ese sentido del humor que lo imgregna!!!!, tens raó....tota la raó del món......que hem après d'aquest week end a la natura???
Profunda reflexió???, veure....
Petons.
Mireia
M'alegro que t'hagi agradat, Mireia. Del weekend jo he après que allò de natura tenia poc (malgrat la d'hores que vam necessitar per allunyar-nos de la city) i, ja veus, o que jo sóc un desastre -y tú no tires la primera piedra- o que la majoria aplastant li té por al silenci, a la solitud, al no tenir res més a fer que xerrar, pensar o contemplar... L'altra cara de la moneda són qui jo em sé escrivint un bloc per explicar que al Pirineu, aquest cap de setmana, van aterrar alguns extraterrestres...
Una abraçada, i gràcies pel teu comentari!
Mira, Su, he empezado riendo pero hija, a medio leer la risa se te queda helada en los morros. Es que te entiendo tanto, pero tanto. Qué cafre es el ser humano, hija, ya ves, sólo me falta leer entradas como la tuya para ser cada día una poco más misántropo. No tenemos remedio. El otro día Paniker, que ya sé que no es santo de tu devoción, dijo una frase que me gustó: el silencio es algo que en cierta forma nos hemos de ganar. Ya ves que no todos están por la labor.
Pero bueno, sí, yo también pienso que la montaña os dio una patada en las posaderas cuando os ibais alejando. Pero no a todos. No a ti, no a Elia, no a Mireia. Recuerda mi lema: lo único bueno del ser humano son las excepciones. Muaks
Ramon, en el fondo pienso que no deberíamos sorprendernos: si esa parte de la humanidad funciona así en todas las facetas de su vida, de hecho se entiende que salga de la ciudad y siga buscando cosas y ritmos similares. Lo peor es que está educando otra generación en los mismos valores. Pero tampoco se puede esperar gran cosa: hay niños con agendas que ríete de los ejecutivos, niños que no contemplan la posibilidad de hacer eso tan enriquecedor que es aburrirse. Sin tecnologías o trepidantes actividades extraescolares se quedan vacíos...
Ay, el Paniker... Le da aspecto lapidario a cualquier fruto de su aburrimiento (éste sería el caso contrario) y se queda tan fresco. ¿Hay que ganarse el silencio? Si él lo dice... Yo creo que el silencio está. No hay que ganarlo, hay que detenerse para acceder a él. Hay que querer escucharlo.
En fin, por fortuna, no somos tan pocos los que no vamos a la montaña para invadirla. Sólo hay que perseverar en la queja para que no nos conviertan todos los ríos en parques de atracciones, todos los bosques en escenario de gimcanas y todas las casas rurales en escaparates. Y no pensamos ceder (que yo también sé ser lapidaria) ;o)
Gracias por estar ahí, Ramon, y dejarte asombrar por la normalidad. Un gran abrazo
Somos bichos raros???
Penso que una mica si, per això en sorprèn i ens sorpendrà i caurem sempre ens els mateixos errors.
Tot el finde, fent una de quilòmtres que "paque", per fer al mateix que haguessim fet a la city, "c'est la vie", però que fas, vas a contracoorent o t'adaptes i fugint de les filosofies, que jo poc filòsofa sóc, vas fent.....i posats t'ho intentes passar dins d'aquest mínims paràmetres lo millor possible o si no fas ús de la frase de moda "es lo que hay", pero te sientes com un "pulpo en un garaje" i a la que pots te vas tant ràpid com pots.....
Estoy contigo Ramon, claro que la montaña nos da una patada, lo mas grande posible, si vas y ni tan siquiera la miras....caray con los urbanitas esos...? pensará
Petons per tots.
I com deia una senyoreta de una de les meves nenes (ara no me'n recordo de quina ni quan..), la frase del millón "escolteu el silenci...."
Miri
Fantastico, Susana. Has retratado muy bien como estamos rodeados de tontería por todas partes. Me hace gracia como lo miras todo de una manera especial. Yo si te leo te doy la razon pero seguro que buena parte de esas cosas me han pasado tambien y casi no les he hecho caso. Es como si me tradujeras la realidad. Me encanta leerte.
Me ha encantado la descripción certera, irónica, los sutiles desplazamientos que operas en la percepción de tu cotidiano, para procesar y ecualizar mejor, desde otro ángulo, ese magma informe que se ofrece a nuestra perplejidad...
Es lamentable que el hombre moderno traslade su neurosis donde quiera que vaya. El estrés y la locura de nuestra civilización hace metástasis en nuestras vidas: se introduce en todas las grietas y gangrena todo deseo e impide toda proyección en un otro hipotético y redentor. Ni huecos donde ser, ni orificios que respiren.
Por suerte, nos queda la dulce ironía que cultivas: lenta combustión de una sonrisa compasiva, honda leña triste.
Abrazos
Stalker, amigo, un día me haré un collar con todas las perlas que me regalas en tus comentarios... Qué bonito dices las cosas! Salud por los huecos que abres en las gangrenas ajenas, por las sonrisas en la leña triste!
Un abrazo y gracias.
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