
Cuando abandoné aquel raquítico estudio en el que vivía yo, a pesar de que aparentemente no daba para más que para los PinyPon, me alegró poder instalarme en un pisito donde cabían hasta plantas. Los antiguos habitantes de mi actual casa me dejaron tres cadavéricos hierbajos, y yo dispuse algunas plantas más. Sometí a los primeros a unos cuidados intensivos que ríete de la UVI, y todos se rehicieron, se fortalecieron, y mostraron las plantas radiantes que había en su interior. A estas alturas ya puedo decir que me sonreían sin parecer totalmente loca, ¿verdad? Tan contentas andábamos las plantas y yo (ellas metafóricamente, claro; que lo de “loca” era sólo broma) que cuando llegó diciembre, y por primera vez en la vida, decidí transvestir a mi ficus enano recién resucitado en un árbol de Navidad alternativo. De acuerdo que es un arbolito de exterior. De acuerdo que la calefacción de las casas no le sienta bien ni a los cactus del desierto, incluso aunque estuvieran resfriados. De acuerdo que en su ubicación ideal en el interior no le daba ni la luz de mi encendedor. Pero se le veía tan mono, con todas sus bolitas rojas, sus símiles de hielo dorado, su estrellita ladeada porque el maldito se empeñaba en no tener punta… Vale, sí, algo hortera también, pero una tiene derecho a ilusionarse con algunas tonterías mientras no haga daño a nadie, ¿verdad? Y ahí vino mi gran sorpresa. Sin electrodos ni mandangas: a pelo. En pleno diciembre, y con todos los factores en contra, mi ficus enano empezó a brotar.
Su fuerza al crecer era tal que, para que se me entienda, es como si estuviera lleno de fonemas BR. Brotó a lo bruto el bribón, sin brebajes. Con brío lleno de brácteas, vibrantes, brillantes, braceadoras, y me dejó bradicárdica, con brechas y en bragas.
Pensé muy seriamente que lo que le pasaba era que era muy presumido. Ahora ya lo llamaría metrosexual, que queda como más fashion, pero entonces sólo era presumido. Le molaba su traje, que lo trasteara durante horas y ser el centro de atención, aunque para ello debiera sufrir. Casi parecía una crueldad desnudarlo y devolverlo a su hogar, en un simpático rincón de la terracita.
Hasta que un día vi la luz. Andaba yo chafardeando un libro de plantas que tenía mi novio de entonces. Y digo chafardeando y no digo leyendo porque era enterito en francés, y si no me apaño muy bien con el idioma vecino a la que me sacas del café au lait (y porque me suena saleroso, que si no…), cuando nos metemos en el terreno de los sustratos, los hábitos de riego, la poda y los abonos, es para fermer la lumière et alle alle. Bueno, pues la última de las secciones de los cuidados que se dedicaba a cada una de las plantas era, palabra, con qué otras plantas se llevaba bien. Ahí me apliqué todo lo que pude y solicité varias veces la colaboración de mi políglota pareja. Por poner un ejemplo ficticio: no se te ocurra poner un geranio junto a un ciclamen, que se llevan a matar (a se asesiner). En cambio puedes buscarle una amiguita dalia, con la que sin duda hará muy buenas migas (des bones miettes de pain). Resumiendo, no sé cómo, un señor serio dedicado a la botánica había llegado a profundas conclusiones sobre las amistades entre las plantas. Vamos, que también se había ocupado de la psiquiatría vegetal. ¿A alguien más le parece increíble? “Creo que mi jazmín está algo deprimido: cada vez tiene menos ganas de oler”, “Cuénteme, ¿cómo es su vida social?”. “Verá, la bugambilia no le habla…”; “¡Ahá! Mi diagnóstico es que padece una fobia social de origen flor-fucsia; le recomiendo un cd de Bach tres veces al día, y que le explique el cuento de las judías gigantes todas las noches; vénganme a ver en dos semanas”. “¿Cree que hará falta ingresarlo?”. “Aún no podemos saberlo. Quizás debamos someterlo a una terapia intensiva con mustélidos, para provocar su reacción.” “Pero, ¿se curará?” “Por supuesto, señora. Hoy día la tecnología nos permite unos injertos muy sofisticados de ambientadores casi naturales”.
Aprendí tanto con el librito francés, más por intuición que por erudición, que fue llegar a casa y poner el ficus enano bien lejos de la palmerita. Aunque no sonríe tanto como cuando se disfraza de árbol de Navidad, se le ve mucho más feliz, entre plantitas de las que desconozco el nombre (bonitas todas), a excepción de una, que sé cómo se llama en función de sus hábitos alimenticios.
En efecto, mi novio de entonces, experto en franchute a la par que amante de las plantas, y que le tenía una tirria insufrible a los días conmemorativos que se inventan en los grandes almacenes, dio su brazo a torcer (sólo parcialmente: dejémoslo en antebrazo) un año en el día de los enamorados. Su regalo no consistió en un ramo de flores, unos bombones en caja con forma de corazón ni, por supuesto, en un anillo o convenciones similares. Aunque valoré en su justa medida el sacrificio de comprar un regalo precisamente ese día, mi rostro parece que no fue el reflejo de una gran alegría, aunque sí de una enorme sorpresa, tanto para bien como para mal. Porque a nadie más que a mi rarísimo novio se le ocurre regalar en el día de los enamorados… ¡una planta carnívora! No me lo tomé como nada personal, la verdad. Pero teniendo en cuenta que toda mi referencia al respecto era la peli de “La tienda de los horrores”, bien me puede agradecer a estas alturas seguir vivo.
Mi planta carnívora, a la que tuve la original idea de llamar “Carni”, no sólo no me ha arrancado para zampárselo ningún brazo (gesto que me hubiera motivado poquísimo para seguir regándola, francamente), sino que se hizo amiguísima de mi ficus enano. Quizás tenga que ver con que la Carni fabrica una especie de elementos ornamentales (que en el fondo son una trampa para bichitos incautos) con forma de condón con tapa. (Aviso para intrépidos: yo no intentaría usarlos para ese fin ni siquiera en casos desesperados). Mi presumido arbolito crece alegremente en dirección a la Carni, yo creo que para cubrir su flequillo de ‘condones’ de crecimiento a lo tirabuzón. Quizás incluso estén enamorados. Quizás un día encuentre un pequeñísimo árbol que todas las Navidades se cubra de adornos con formas anticonceptivas. Quizás encuentre un día una carni diminuta y traviesa que le pellizque el trasero a mi perro con sus tapas, mientras mira hacia otro lado (y que silbaría disimuladamente si dispusiera de labios). Mamá Carni elevaría uno de sus condones en forma de dedo amenazante, mientras que el viejo potus taparía con disimulo su risa de abuelo cómplice. La palmera, que tiene un carácter algo huraño y solitario, bajaría la mirada renegando de la terraza que le había tocado en suerte.
Por lo pronto, yo seguiré saliendo a leer todas las tardes un rato con ellas, esperando que me cuenten sus nuevos secretos. Sé que esos días en que esté jodida de veras, sus células mágicas les harán el boca a boca a mis neuronas, y sentiré algo parecido a la savia empezando a sonreír dentro de mí.