Casi he olvidado cómo llegué a ser lo que soy. Imagino que por tradición familiar. Tanta convivencia con los que son y funcionan exactamente de igual forma que yo ahora, hizo que no me cuestionara nada. Había que proteger el espacio, y yo ya estaba adiestrado para ello. Era un buen soldado.
Pero estoy francamente harto de que no se nos valore. Obedecemos sin rechistar cada vez que alguien trata de invadir el espacio. Acostumbramos a actuar con gran eficacia. En primer lugar, nos ocupamos de rodear al invasor. Lo aislamos para que no alcance los puntos cruciales del sistema. Una vez sitiado, ya se le puede atacar. Intentamos deshacernos de él lo más rápidamente posible, porque el invasor, según nos han dicho, tiene la extraña propiedad de reproducirse sin engendrar. Es como si nos tomara para replicarse. Como si tuviera alguna poderosa razón para volvernos como él. Así que hay que actuar lo más rápidamente posible, sin darle apenas ocasión de que pueda convencernos.
Una vez derrotado el invasor, un sector especializado del ejército debe limpiar rápidamente los escombros resultantes. Casi siempre han muerto también de los nuestros. Ayer contemplé por primera vez el resultado de la batalla, y la imagen me pareció desoladora. Ríos de cadáveres. Los limpiadores no daban abasto. Alguien a quien no he visto jamás ordenó que nuevos soldados se dedicaran a la labor. Yo seguía impertérrito, manteniendo el sitio, por si alguno de los invasores siguiera vivo y quisiera penetrar hasta la segunda línea de protección. Se suponía que debía estar orgulloso de tener esa función, seguir protegiendo incluso ante la muerte: un gran honor; pero la verdad es que tuve miedo. Un montón de curiosos se querían asomar, y proseguir su paso por los caminos ensangrentados como si nada. Y también a ellos tuve que sitiarlos de ese resultado espeluznante. Como si debiera ocultarles que a veces el invasor llega lleno de rabia y arrastra consigo a sus protectores. Ayer me dio igual. Tuve miedo, y deseé que alguien me preguntara si quería dedicarme realmente a esa lucha, que ayer ya no sentí mía. La situación se prolongó hasta que los especialistas constructores repusieron la muralla y los limpiadores habían acabado su trabajo. Sufrí mucho, aunque mantuve el porte.
Por eso atravesé de nuevo las carreteras, esta vez en dirección contraria. Mi uniforme hizo que, aunque muchos me miraban con semblante interrogativo, nadie se interpusiera en mi camino. Por fin alcancé los mandos del ejército, donde se nos adiestra, y dije con firmeza que estaba harto de las labores de protección. Que tenía serias dudas y hasta miedo. Dije que a partir de entonces quería dedicarme al transporte, que me parecía una labor mucho más noble y menos complicada. Dije que estaba francamente harto de tener que esconder la situación y de que jamás se nos reconociera. Fue entonces cuando me lo dijeron. Nunca lo habría sospechado: no podía elegir mi oficio porque era una cuestión de raza. ¿De raza? ¿Sería que por ser blanco, sin más, debía ser poseedor de las armas? Efectivamente: asintieron.
Pasamos junto a la central de transporte. Nunca la había visto: miles y miles de transportistas, reconocibles por sus grandes bolsas hinchadas. Desde allí se oteaba la central de los constructores, todos ellos enormes. Me subieron a lo alto de la colina del Gran Poder para que tuviera una perspectiva mayor. Efectivamente: desde allí se veían todas las centrales. Me quedé reflexivo durante un buen rato. En efecto, cada uno, según su función, se veía distinto al de las otras centrales. Fue entonces que me señalaron muy hacia arriba, para que mirara al cielo. Y allí estaban todos aquellos carteles: “glóbulos blancos” ponía sobre mi central.
Así fue cómo supe que jamás podría ser ninguna otra cosa que lo que era: un obediente soldado blanco que se afana para que sólo prosperen las bacterias cooperadoras, pero ninguna destructora, ningún virus. Estoy tan deprimido que sólo me quedan dos opciones, ambas dos ciertamente lamentables. Podría hacer una pataleta y rebelarme, luchar contra lo que se me pusiera por delante, aunque no fueran infecciones externas: haría entonces una enfermedad autoinmune, para que aprendieran. La otra opción, la que seguramente elegiré, será la de acudir a la zona de las chimeneas. Allí esperaré a que se produzca la sustancia mucosa habitual, y cuando llegue aquel terremoto de todos los otoños, lo que llaman ‘estornudo’, saldré aspirado y volaré. Probablemente muera, pero existe la posibilidad remota de que alcance algún otro mundo, en el que ni las razas ni la ubicación de nacimiento nos condenen a obedecer ciegamente las leyes de la fisiología. Sólo ahora he entendido por qué aquella gran glándula, central de buena parte de nosotros, los blancos, se llama timo. Ahora he entendido también por qué los mandos absolutos, de cuantos colores tiene el arco iris, constituye una masa informe de materia gris. Jamás tendré los grandes brazos de las plaquetas, jamás podré cumplir el sueño de repartir moléculas de oxígeno, pero no me vencerán: llegaré a un mundo en que podré dejar las armas o moriré en el intento.
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Pero estoy francamente harto de que no se nos valore. Obedecemos sin rechistar cada vez que alguien trata de invadir el espacio. Acostumbramos a actuar con gran eficacia. En primer lugar, nos ocupamos de rodear al invasor. Lo aislamos para que no alcance los puntos cruciales del sistema. Una vez sitiado, ya se le puede atacar. Intentamos deshacernos de él lo más rápidamente posible, porque el invasor, según nos han dicho, tiene la extraña propiedad de reproducirse sin engendrar. Es como si nos tomara para replicarse. Como si tuviera alguna poderosa razón para volvernos como él. Así que hay que actuar lo más rápidamente posible, sin darle apenas ocasión de que pueda convencernos.
Una vez derrotado el invasor, un sector especializado del ejército debe limpiar rápidamente los escombros resultantes. Casi siempre han muerto también de los nuestros. Ayer contemplé por primera vez el resultado de la batalla, y la imagen me pareció desoladora. Ríos de cadáveres. Los limpiadores no daban abasto. Alguien a quien no he visto jamás ordenó que nuevos soldados se dedicaran a la labor. Yo seguía impertérrito, manteniendo el sitio, por si alguno de los invasores siguiera vivo y quisiera penetrar hasta la segunda línea de protección. Se suponía que debía estar orgulloso de tener esa función, seguir protegiendo incluso ante la muerte: un gran honor; pero la verdad es que tuve miedo. Un montón de curiosos se querían asomar, y proseguir su paso por los caminos ensangrentados como si nada. Y también a ellos tuve que sitiarlos de ese resultado espeluznante. Como si debiera ocultarles que a veces el invasor llega lleno de rabia y arrastra consigo a sus protectores. Ayer me dio igual. Tuve miedo, y deseé que alguien me preguntara si quería dedicarme realmente a esa lucha, que ayer ya no sentí mía. La situación se prolongó hasta que los especialistas constructores repusieron la muralla y los limpiadores habían acabado su trabajo. Sufrí mucho, aunque mantuve el porte.
Por eso atravesé de nuevo las carreteras, esta vez en dirección contraria. Mi uniforme hizo que, aunque muchos me miraban con semblante interrogativo, nadie se interpusiera en mi camino. Por fin alcancé los mandos del ejército, donde se nos adiestra, y dije con firmeza que estaba harto de las labores de protección. Que tenía serias dudas y hasta miedo. Dije que a partir de entonces quería dedicarme al transporte, que me parecía una labor mucho más noble y menos complicada. Dije que estaba francamente harto de tener que esconder la situación y de que jamás se nos reconociera. Fue entonces cuando me lo dijeron. Nunca lo habría sospechado: no podía elegir mi oficio porque era una cuestión de raza. ¿De raza? ¿Sería que por ser blanco, sin más, debía ser poseedor de las armas? Efectivamente: asintieron.
Pasamos junto a la central de transporte. Nunca la había visto: miles y miles de transportistas, reconocibles por sus grandes bolsas hinchadas. Desde allí se oteaba la central de los constructores, todos ellos enormes. Me subieron a lo alto de la colina del Gran Poder para que tuviera una perspectiva mayor. Efectivamente: desde allí se veían todas las centrales. Me quedé reflexivo durante un buen rato. En efecto, cada uno, según su función, se veía distinto al de las otras centrales. Fue entonces que me señalaron muy hacia arriba, para que mirara al cielo. Y allí estaban todos aquellos carteles: “glóbulos blancos” ponía sobre mi central.
Así fue cómo supe que jamás podría ser ninguna otra cosa que lo que era: un obediente soldado blanco que se afana para que sólo prosperen las bacterias cooperadoras, pero ninguna destructora, ningún virus. Estoy tan deprimido que sólo me quedan dos opciones, ambas dos ciertamente lamentables. Podría hacer una pataleta y rebelarme, luchar contra lo que se me pusiera por delante, aunque no fueran infecciones externas: haría entonces una enfermedad autoinmune, para que aprendieran. La otra opción, la que seguramente elegiré, será la de acudir a la zona de las chimeneas. Allí esperaré a que se produzca la sustancia mucosa habitual, y cuando llegue aquel terremoto de todos los otoños, lo que llaman ‘estornudo’, saldré aspirado y volaré. Probablemente muera, pero existe la posibilidad remota de que alcance algún otro mundo, en el que ni las razas ni la ubicación de nacimiento nos condenen a obedecer ciegamente las leyes de la fisiología. Sólo ahora he entendido por qué aquella gran glándula, central de buena parte de nosotros, los blancos, se llama timo. Ahora he entendido también por qué los mandos absolutos, de cuantos colores tiene el arco iris, constituye una masa informe de materia gris. Jamás tendré los grandes brazos de las plaquetas, jamás podré cumplir el sueño de repartir moléculas de oxígeno, pero no me vencerán: llegaré a un mundo en que podré dejar las armas o moriré en el intento.
8 comentarios:
Susana, tu texto es enigmático al principio y su belleza radica en que uno no sabe muy de qué se está hablando. ¿Pero por qué supe yo al instante que estabas hablando de los glóbulos blancos? Porque algo une nuestras vidas. Porque el alerta de tus soldados, entre otras señales, me salvó de irme al otro mundo. Nadie los recuerda. Nadie recuerda, en general, el extraordinario sistema que es nuestro cuerpo, hasta que algo se desordena, el invasor salta el muro de los soldados y se reproduce "sin engendrar", Susana (esa definición tuya me tocó el alma). Se reproduce enloquecidamente y hay que salir a intervenir, a cortar, a atacar con cocktails tremebundos de drogas externas. No, nadie recuerda a esos soldaditos. Por eso los extenuamos, los cansamos, les hacemos la vida imposible con nuestros malos hábitos, especialmente los espirituales, sobre todo los espirituales. Cedemos a la melancolía, no sabemos dejar ir a nuestros muertos, corremos sin detenernos a pensar en nosotros mismos, no nos concentramos en la belleza de nuestra respiración. Es lógico que nuestros soldados se rebelen entonces, que exijan un poco de reconocimiento. A esa rebeldía se la llama, con acierto, enfermedad. La enfermedad es la rebeldía del cuerpo, que nos lanza señales para que no sigamos haciendo, tan mal, la tarea. Tu entrada daría para una larga charla sobre cómo vivir para la vida y no para la muerte. Gracias por tu cotidiana lucidez.
Hola Susana. Vengo de pasar unos dias fuera y no veas lo que ha dado de si el blog. Este cuento me ha sorprendido primero porque no sabia que los globulos blancos hicieran una faena tan elaborada pero no se si hay parte de ciencia ficcion.
Para no ir retrocediendo y poniendo comentarios en cada uno te digo que el dia de la musica me ha encantado de cabo a rabo. La idea, el texto y las canciones que habeis puesto todos aunque la clasica me cuesta un poco mas. Lo de verdades y mentiras al final no me he acabado de mirar los comentarios pero el texto tambien me ha parecido impresionante y no me extraña que al final haya creado polemica.
El del maltrato me ha puesto los pelos de punta. Como vas metiendonos en su piel y el final con los huecco, que se acaben las lagrimas y vuele. Me ha gustado que entraras en el tema porque en este pais como dice Mariel en un comentario es una cosa increible.
Y luego decirte que me he partido de risa con la entrada del M.Jackson y los cajones y con la del loco del Losantos. Que bueno! La gente esta de atar eh?
Pues nada que me ha dado lectura `para un rato y que ya he vuelto. Saludos a todos.
jjajajaja, quin riure, la historia del pobre globul blanc. Un buen giro, jo anava pensant, ahi mi Susana reivindicativa, ni flowers de lo que reivindica pero seguro que estare de acuerdo con ella... i la lectura avansava, ni flowers pero que gracioso. I mira por donde, la historia del protector que puede resultar facilmente contaminado y transformarse, del soldado de raza. Si, molt literari tambe, ni lo dudes. Molts petons des de Santiago de Compostela, la ciutat romanica. I perdon per la falta d-accents, la falta d-interrogacions i demes problemes tipografics que no cal esmentar perque es ja es veuen prou.
Mariel, ahí está: esos mínimos soldaditos que tú reconociste a la primera son de una eficacia increíble. Cuando, hace ya años, estudié su funcionamiento, me pareció casi de ciencia ficción, como si el más listo de todos los biólogos no podría inventarse un intramundo que funcionara mejor, con mayor coordinación y especifidad. Tú tienes la conciencia de que te salvaron la vida (debió de ser una lucha feroz: cómo me alegro de que se pusieran de acuerdo para luchar contra un invasor que parece que venía con muchísima virulencia), pero actúan así prácticamente cada día con todos nosotros. Cuando necesitan aumentar el metabolismo para contar con más ayuda, causan la fiebre, que nosotros nos empeñamos en hacer desaparecer pero que debilita muchísimo a la mayoría de virus y bacterias. Son casi mágicos. En cambio, nos acordamos de ellos cuando se "equivocan" y causan enfermedades autoinmunes, después de que hayan sufrido el acoso de nuestras vacunas; nos acordamos de cómo son de molestos cuando proliferan en nuestras mucosas, que son otra vía de entrada más.
Cada una de nuestras enfermedades, por mínima que sea, es el reclamo del organismo para poder dedicarse a sí mismo, en efecto. Para bajar este ritmo antinatural a que lo sometemos, para apagar parcialmente una mente en ocasiones de señales destructivas y acercarnos a nuestra parte animal, que se deja fluir. Melancolía, pero también rabia, codicia, incomprensión. Empezando por nosotros mismos.
Tus frases finales son perfectas para resumir esta reflexión: cómo vivir para la vida y no para la muerte, para la enfermedad, para los ritmos que nos son ajenos. Quizás el mini-cuento no estaba bien construido para mantener la duda sobre quién era el protagonista, pero seguro que influyó en que tú lo reconocieras desde el inicio el hecho de que tú te hayas detenido en ocasiones para valorar sus gestos mínimos, para escuchar sus necesidades. La lucidez de lo cotidiano es tuya, querida Mariel. Y tu lectura, fantástica... Gracias por traerla!
Kanela, qué bien que volviste. Espero que renovada y feliz. Por el Cajón, un poco por circunstancias personales y otro poco por los ritmos naturales del verano, hemos bajado algo el ritmo, pero por aquí seguimos. Tú vuelves, Ramon te ha tomado el relevo y estos días se asoma desde Galicia... cosas de los paréntesis laborales.
La entrada sobre la música que nos traduce es realmente magnífica. Celebro que te haya gustado, porque con cada colaboración, créeme, yo me emocionaba tremendamente: qué bonitos regalos esos pedazos de cada uno. ¿Te vas a animar a enviarnos tú algo? Estás a tiempo...
Y si, además, el Cajón te ha ayudado a sonreír, aunque sea recogiendo las rarezas ajenas, como con el ataúd de M.J. o las locuras sin remedio de Jiménez Losantos y sus soportes, los obispos, pues lo consideraré como misión cumplida.
Me alegro de volver a verte por aquí. Un abrazo.
Ya ves, Ramon, esta vez me dio por meterme en el micro-mundo que llevamos todos dentro, y alcanzar la conciencia de él mediante la conciencia ficticia (espero!) de uno de esos pobres millones de obedientes soldaditos.
Para mí, la protección del espacio que obedece a un bien superior y común contrastaría con el absurdo real de las guerras. Así pues, y como te veo muy dispuesto, reivindiquemos que las únicas órdenes bélicas legítimas son las de orden defensivo de nuestro torrente sanguíneo, de nuestro cuerpo, defendiendo su integridad para no ser tomado por la fuerza.
Gracias por ábrir el Cajón desde Santiago! Lo has llenado de frescor y de pasado...
Un beso enorme!
Darrerament m'he fet una analítica i, com sempre, estic baix de glòbuls blancs, influirà això en la conducta de l'individu?, és per això que sóc poc defensiu a les agressions externes? la fugida constant dels meus blancs, m'inclinen a fugir a mi també per la xemeneia de l'art, de la imaginació, la creativitat? serè un desertor de la realitat? La sensació de desprotegit que sento, te la seva explicació a la insuficiència globular blanca del meu organisme? No m'ho havia plantejat mai, el teu conte, prodigiós, m'ha fet pensar-hi.
Et felicito, és boníssim. La pobresa que impera al món, la malaltia més contagiosa que hi ha, produeix tants soldadets blancs que no saben contra qui lluiten realment, son incapaços d'adonar-se que les xemeneies no son les torres bessones de Nova York, ni les torres de petroli a l'Irak.
Imaginari, gracias por las cosas que dices del mini-cuento. Me alegro de que te haya gustado.
Sin ninguna duda, que tengas la fórmula leucocitaria baja tiene la "culpa" de tu baja agresividad. Probablemente, la mayor parte de los que tienes son, además, rebeldes, y no se conforman fácilmente con sus funciones convencionales. En tu caso, lo más posible es que hayan compuesto alianzas con los glóbulos rojos y las plaquetas para pintar tu torrente sanguíneo de composiciones innovadoras. Cada tanto, un macrofago 'juega' a parecerse a una nebulosa. El suero lo rodea, como si fuera una resina de poliéster y los hematíes ceden parte de su hierro para hacer un universo microscópico. No me imagino analizador químico capaz de interpretar los resultados. Harías bien en no tomarte al pie de la letra sus cifras porcentuales, porque tus células seguro que siguen otras normas distintas...
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