
Si yo aún tuviera una tía Amparito, no me harían falta dosis
de prozac ni los whiskys de casi marca.
Y es que la tía Amparito que ya no tengo, con toda la autoridad que le daría su diminutivo en propiedad, llegaría a verme los primeros martes de cada mes, el espacio que le permite otro año de clases de bailes de salón −para poder seguir criticando alegremente a los hombres−, y los maceteros, que se replican como conejos para todos los cumpleaños, de un impecable color crudo de macramé auténtico.
Y es que la tía Amparito que ya no tengo, con toda la autoridad que le daría su diminutivo en propiedad, llegaría a verme los primeros martes de cada mes, el espacio que le permite otro año de clases de bailes de salón −para poder seguir criticando alegremente a los hombres−, y los maceteros, que se replican como conejos para todos los cumpleaños, de un impecable color crudo de macramé auténtico.
La tía Amparito, si la tuviera, llegaría con su aire de verbena añeja, canturreando boleros en homenaje a aquel muchacho, que decía ella, que la sacó a bailar hace tres miércoles, y que le hizo temblar hasta el lalazozo del vestido al decirle obscenidades sobre sus piernas. Amparito repetiría “¡vaya fresco!”, pero al segundo la oiríamos tarareando aquello de lo dejo todo con aquella especial intensidad que todos conocíamos.

Si aún la tuviera, la tía Amparito llegaría el domingo siguiente, después de haber visto Mamma Mia, con un amplio repertorio de coreografías nuevas con que encandilar a los mirones de todos los miércoles.
También pediría nuestra aprobación para una tela de estampado tirando a verdoso, con la que se pensaba hacer un vestido igualito que el de Grace Kelly, no será demasiado llamativo, ¿verdad? Pero cómo va a serlo si cuántas décadas debe de hacer de lo del accidente, pero niña si no ves
que las princesas no se pasan, y cuánta razón iba a llevar.
Amparito, esa tía que sería todas las tías del mundo, luciría ojeras y olvidaría el pintalabios cada vez que uno de esos frescos que le perdían atendiera más a la camarera, rubia de pote y con ese

Acostumbraba a ser la fase siguiente la del contable, con bigote y gafas, con quien iba al cine todos los sábados y jugaba al remigio todos los jueves. Es muy trabajador, nos contaba. Me trata como una reina, y se componía el vestido. Pero un buen día, que al levantarse decidía calzarse su mejor carmín y teñirse las raíces, todos sabíamos que ya sentía que la baraja española se le quedaba corta, y que si ¿aquél tan soso? Anda ya, que con lo que se la miran en el baile… si ya iba a bordar baberos no hagas esa cara de susto que no son para si un día te decides que ya sería hora con lo bueno que es ese chico que no son para ti no que son para todos esos vivalavirgen que me miran como si les fuera la vida en ello y que hay que ver qué frescos.
Y mi tía Amparito, la que ya no tengo, seguiría llegando con sus vestidos recortados,
su aire de verbena, los frescos en su imaginación, usufructuaria indefinida del diminutivo y la carcajada-prozac, y los martes primeros de cada mes seguirían siendo una fiesta.
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