Jornada miguera
Llevaba todo el día con los nervios asaltándome a cada rato. Quien nunca ha vibrado intensamente con la música no hubiera podido entenderme. Decía mi reloj que se acercaba la hora. Llevaba media hora larga arreglada y esperando a que vinieran a buscarme. Tocaban mis manos las castañuelas sobre la mesa cuando, por fin, suena el timbre, de aquellas pocas veces en que suena a flamenco. Y así, con el alma llena de faralaes, me dirijo, loquita de contenta, al concierto de Las Migas.
Llegamos a la puerta, no podía ser de otra manera, con notable anticipación. Yo ya estaba más tranquila de poder ver la puerta del auditorio, con su hortera oso verde parpadeando en lo alto. Ya sólo faltaban los otros catorce convocados… Èlia era la gran ausente, la decepcionada mayúscula. Sólo se conformó a medias cuando le dije “aviat faran un altre concert, i ja hi anirem les dues!”.
Así estaba yo, amarrando velas en una terraza próxima, cuando distingo, entre paseos de despistados japoneses y decididos cazadores de rebajas, a Lisa, la violinista, e Isabelle, una de las guitarras. Estaban solas, probablemente esperando… Sobresalto. Duda. Nuevamente la agitación nerviosa. Miro alrededor como quien espera que haya hordas de gentes, como cascadas impetuosas, solicitando firmas, sonrisas o besos. Pero nadie parecía haberse dado cuenta de que allí, tan accesibles, estaba ese pedazo tan denso de arte. Mi timidez se va al traste, y las palabras, como locas, saltan al ruedo sin que las haya podido frenar con mi recato habitual. Les hago saber concisamente de mi admiración. No se me ocurre nada mejor que ofrecerles el pago de lo que quisieran tomarse. Qué adolescente me sentí. La cosa empeoró porque mi arrebato de madre doblegó nuevamente la prudencia, y me acerqué para pedirles una firma para la peque. Me recuerdo como si fuera otra persona, y me avergüenza tremendamente haber vuelto a molestarlas, a interrumpir su espera. Cualquiera puede entender el suspiro agradecido de volver a verlas cercanas, tan amables, con su beso tan complaciente estampado en el papel… Lisa dijo que era la primera vez que firmaban un autógrafo antes de un concierto. Lo sé. He visto decenas de personas esperándolas con un boli y un papel o el cd a la salida. Quizás cuando más haya sido en el CCCB y en el Grec. En una ocasión fui una de ellas, y me pregunté si todos aquéllos vivían su música con tantísima intensidad. Los miré con curiosidad y con aquella complicidad de a quien le hermana un vínculo especial, un entusiasmo secreto que sólo es capaz de conocer quien lo comparte.
Iban llegando el resto de los convocados a cachitos, y yo corría con mi papel pegado al corazón, lo enseñaba como una niña con zapatos nuevos. Qué carcajadas desperté. Todos saben de mi debilidad por ellas desde la sorpresa descomunal del concierto de Horta, hará ya tres años… Y uno a uno, a base de explicarme con tanto entusiasmo, han ido comulgando en esa suerte de religión miguera. Aún quedan amigos a los que aprecio a los que no he convocado. Es un gran problema organizativo comprar tantas entradas de golpe. Pero los quince a que me sumé esa tarde, entre risas y miradas condescendientes, seguían mi exaltación, y me acompañaron complacientes cuando quería sentarme una de las primeras, como si fueran a llevarse el escenario si yo no estaba allí para vigilarlo…
Primeras notas. Mi latido cabalga ya al trote. Empiezan canciones delicadas, bellísima composición en que los instrumentos van cobrando fuerza por turnos, incluida la espléndida voz de Silvia. Saboreo con exquisita delicia cómo el violín la acompaña, le recoge la línea melódica,
Llevaba todo el día con los nervios asaltándome a cada rato. Quien nunca ha vibrado intensamente con la música no hubiera podido entenderme. Decía mi reloj que se acercaba la hora. Llevaba media hora larga arreglada y esperando a que vinieran a buscarme. Tocaban mis manos las castañuelas sobre la mesa cuando, por fin, suena el timbre, de aquellas pocas veces en que suena a flamenco. Y así, con el alma llena de faralaes, me dirijo, loquita de contenta, al concierto de Las Migas.
Llegamos a la puerta, no podía ser de otra manera, con notable anticipación. Yo ya estaba más tranquila de poder ver la puerta del auditorio, con su hortera oso verde parpadeando en lo alto. Ya sólo faltaban los otros catorce convocados… Èlia era la gran ausente, la decepcionada mayúscula. Sólo se conformó a medias cuando le dije “aviat faran un altre concert, i ja hi anirem les dues!”.
Así estaba yo, amarrando velas en una terraza próxima, cuando distingo, entre paseos de despistados japoneses y decididos cazadores de rebajas, a Lisa, la violinista, e Isabelle, una de las guitarras. Estaban solas, probablemente esperando… Sobresalto. Duda. Nuevamente la agitación nerviosa. Miro alrededor como quien espera que haya hordas de gentes, como cascadas impetuosas, solicitando firmas, sonrisas o besos. Pero nadie parecía haberse dado cuenta de que allí, tan accesibles, estaba ese pedazo tan denso de arte. Mi timidez se va al traste, y las palabras, como locas, saltan al ruedo sin que las haya podido frenar con mi recato habitual. Les hago saber concisamente de mi admiración. No se me ocurre nada mejor que ofrecerles el pago de lo que quisieran tomarse. Qué adolescente me sentí. La cosa empeoró porque mi arrebato de madre doblegó nuevamente la prudencia, y me acerqué para pedirles una firma para la peque. Me recuerdo como si fuera otra persona, y me avergüenza tremendamente haber vuelto a molestarlas, a interrumpir su espera. Cualquiera puede entender el suspiro agradecido de volver a verlas cercanas, tan amables, con su beso tan complaciente estampado en el papel… Lisa dijo que era la primera vez que firmaban un autógrafo antes de un concierto. Lo sé. He visto decenas de personas esperándolas con un boli y un papel o el cd a la salida. Quizás cuando más haya sido en el CCCB y en el Grec. En una ocasión fui una de ellas, y me pregunté si todos aquéllos vivían su música con tantísima intensidad. Los miré con curiosidad y con aquella complicidad de a quien le hermana un vínculo especial, un entusiasmo secreto que sólo es capaz de conocer quien lo comparte.
Iban llegando el resto de los convocados a cachitos, y yo corría con mi papel pegado al corazón, lo enseñaba como una niña con zapatos nuevos. Qué carcajadas desperté. Todos saben de mi debilidad por ellas desde la sorpresa descomunal del concierto de Horta, hará ya tres años… Y uno a uno, a base de explicarme con tanto entusiasmo, han ido comulgando en esa suerte de religión miguera. Aún quedan amigos a los que aprecio a los que no he convocado. Es un gran problema organizativo comprar tantas entradas de golpe. Pero los quince a que me sumé esa tarde, entre risas y miradas condescendientes, seguían mi exaltación, y me acompañaron complacientes cuando quería sentarme una de las primeras, como si fueran a llevarse el escenario si yo no estaba allí para vigilarlo…
Primeras notas. Mi latido cabalga ya al trote. Empiezan canciones delicadas, bellísima composición en que los instrumentos van cobrando fuerza por turnos, incluida la espléndida voz de Silvia. Saboreo con exquisita delicia cómo el violín la acompaña, le recoge la línea melódica,
la exalta. Silvia recoge el guante musical y nos regala intensidad y, para ahogo emotivo de los que los que seguimos la melodía con nuestra propia respiración, recoge tenuemente, con suavidad de pétalo o nana, y eleva el sonido, lo baila, lo acaricia con su aliento de terciopelo. Una quisiera levantarse de ese asiento, demasiado lejano, acercarle el micro para no perder ni un ápice de aire vibrado en unas cuerdas maravillosamente privilegiadas. Quisiera situarse también en pleno centro para disfrutar intensamente el juego apacible o vehemente de las guitarras. Sus idas y venidas, como de careo de sevillana, de coqueteo amable o de franco amor, hacen enormes los acordes, cantan en mayúscula el batir de alas de la armonía. Detesto las limitaciones de ese cuatro de mi asiento, tan inmovilizante. Porque el cuatro de los muleros es ya un cuatrocientos. Un ejército completo, en lucha abierta contra la impasibilidad. El sonido invade sala y corazones.
Tres piezas más tarde quizás. La entrega es absoluta. La renuncia que sólo acontece ante los grandes amores, en que una pierde el control del espacio y el tiempo. Se une por dentro. La visión casi interrumpe con su insulto de realidad el momento. Se me cierran los párpados para asirme con mayor firmeza al arrebato de la Gran Música. Cuando los ojos se abren, nublan ya la vista henchidos de lágrimas. Noto el rostro llenándose de estrellas con la misma luz que las ilumina a ellas. La voz interior acompaña el gesto ya imposible, la cadencia inasible, una intensidad soberbia que me vuelca en la butaca. Hay amigos que me hacen notar que he sido descubierta. El aplauso no basta. Cortázar diría que “uno está tan triste porque todo es tan hermoso”. Mi brazo truncado quiere estar inmóvil; mi alma lo enajena y lo une al hechizo porque el aplauso es cuanto puedo darles.
El final llega precipitado, cuando no estoy preparada para dejarme arrastrar lejos de su embrujo. En pie. El brazo protesta. El alma le riñe, como con un “come y calla”. Dispone como matrona. Llegará el momento de tu queja, ahora, que no eres más que un contraluz agradecido, no es el momento. El hechizo durará varios días aún. Su soberanía ha calado muy hondo una vez más. Me transportará a sus alturas inusitadas, y de nada te van a servir tus necias quejas de cuerpo. Tienes tu aplauso y, aunque ellas no lo sepan, tu espíritu vuela más alto porque has estado allí, de nada valen tus argucias somáticas. La magia ha ganado la partida.
Cuando algo es interesante, uno sale locuaz y desenvuelto. Cuando algo es realmente extraordinario, tan grande, no hay términos que se le acudan para describir… Salí de allí con un solo gesto: la mano –la buena- en el corazón, los ojos alicaídos, la sonrisa aún medio entorpecida por la bravura del sentir; el torpe kleenex seguía merodeando. Los amigos, que me habían arropado durante toda la transformación, discutían sobre dónde podíamos recalar por allí cerca. Algunos se despidieron. Muchos agradecieron. Y yo, boba aún y madre sensible, conseguí a última hora que Marta y Silvia, que fue la última, me firmaran, a nombre de Èlia pero a favor de las dos, que seguimos estampadas en un único papel. No consigo hacerles sentir mi agradecimiento. Acierto apenas a un “magnífico” que sé a priori del todo insuficiente. Pero de la misma forma que imagino notas poco hábiles ante un poema fenomenal, no hay muletas bastantes para las palabras que pudieran acertar la expresión de impacto prodigioso en que me sumergen. Y, como gastamos las cuatro estaciones o el excelso amor de La Traviata a fuerza de oírlos representando objetos comprables –el último, que me altera tremendamente, un coche al son de Violetta-, las palabras se nos quedan cortas a los que las amamos.
Los que compartieron esa noche conmigo toleraron amablemente mis escarceos con tirititranes y tararas, mis miradas una y otra vez a ese papelito de caligrafías indescriptibles, con que podría compartir mi dicha con Èlia, que las adora ya casi tanto como yo, mi estómago cerrado de pertinaz amante, y mi avidez instintiva por necesitar más, y más, y más…
Nota: la parte gráfica de esta crónica es la alegría de la peque, el domingo por la noche, tras su vuelta, el salto literal de su asiento, sus ojos encendidos, y la emoción con que me dijo “dec ser la nena més coneguda per a elles després de la Lola!”. Cogía el papel con notable emoción. Sólo pude contestar una sonrisa, y con el alma cantando por alegrías, que ella sí que sé que notó.
Nota2: tengo algunos mails y comentarios de mis acompañantes de esa tarde. Algunos lo disfrutaron casi tanto como yo. Por tanto, lo que podría haber resultado únicamente “arrastrarlos” fue mucho más que eso. No son mi pasión; son apasionantes.
Tres piezas más tarde quizás. La entrega es absoluta. La renuncia que sólo acontece ante los grandes amores, en que una pierde el control del espacio y el tiempo. Se une por dentro. La visión casi interrumpe con su insulto de realidad el momento. Se me cierran los párpados para asirme con mayor firmeza al arrebato de la Gran Música. Cuando los ojos se abren, nublan ya la vista henchidos de lágrimas. Noto el rostro llenándose de estrellas con la misma luz que las ilumina a ellas. La voz interior acompaña el gesto ya imposible, la cadencia inasible, una intensidad soberbia que me vuelca en la butaca. Hay amigos que me hacen notar que he sido descubierta. El aplauso no basta. Cortázar diría que “uno está tan triste porque todo es tan hermoso”. Mi brazo truncado quiere estar inmóvil; mi alma lo enajena y lo une al hechizo porque el aplauso es cuanto puedo darles.
El final llega precipitado, cuando no estoy preparada para dejarme arrastrar lejos de su embrujo. En pie. El brazo protesta. El alma le riñe, como con un “come y calla”. Dispone como matrona. Llegará el momento de tu queja, ahora, que no eres más que un contraluz agradecido, no es el momento. El hechizo durará varios días aún. Su soberanía ha calado muy hondo una vez más. Me transportará a sus alturas inusitadas, y de nada te van a servir tus necias quejas de cuerpo. Tienes tu aplauso y, aunque ellas no lo sepan, tu espíritu vuela más alto porque has estado allí, de nada valen tus argucias somáticas. La magia ha ganado la partida.
Cuando algo es interesante, uno sale locuaz y desenvuelto. Cuando algo es realmente extraordinario, tan grande, no hay términos que se le acudan para describir… Salí de allí con un solo gesto: la mano –la buena- en el corazón, los ojos alicaídos, la sonrisa aún medio entorpecida por la bravura del sentir; el torpe kleenex seguía merodeando. Los amigos, que me habían arropado durante toda la transformación, discutían sobre dónde podíamos recalar por allí cerca. Algunos se despidieron. Muchos agradecieron. Y yo, boba aún y madre sensible, conseguí a última hora que Marta y Silvia, que fue la última, me firmaran, a nombre de Èlia pero a favor de las dos, que seguimos estampadas en un único papel. No consigo hacerles sentir mi agradecimiento. Acierto apenas a un “magnífico” que sé a priori del todo insuficiente. Pero de la misma forma que imagino notas poco hábiles ante un poema fenomenal, no hay muletas bastantes para las palabras que pudieran acertar la expresión de impacto prodigioso en que me sumergen. Y, como gastamos las cuatro estaciones o el excelso amor de La Traviata a fuerza de oírlos representando objetos comprables –el último, que me altera tremendamente, un coche al son de Violetta-, las palabras se nos quedan cortas a los que las amamos.
Los que compartieron esa noche conmigo toleraron amablemente mis escarceos con tirititranes y tararas, mis miradas una y otra vez a ese papelito de caligrafías indescriptibles, con que podría compartir mi dicha con Èlia, que las adora ya casi tanto como yo, mi estómago cerrado de pertinaz amante, y mi avidez instintiva por necesitar más, y más, y más…
Nota: la parte gráfica de esta crónica es la alegría de la peque, el domingo por la noche, tras su vuelta, el salto literal de su asiento, sus ojos encendidos, y la emoción con que me dijo “dec ser la nena més coneguda per a elles després de la Lola!”. Cogía el papel con notable emoción. Sólo pude contestar una sonrisa, y con el alma cantando por alegrías, que ella sí que sé que notó.
Nota2: tengo algunos mails y comentarios de mis acompañantes de esa tarde. Algunos lo disfrutaron casi tanto como yo. Por tanto, lo que podría haber resultado únicamente “arrastrarlos” fue mucho más que eso. No son mi pasión; son apasionantes.
Nota definitiva: siempre me pasa lo mismo, qué obstinación la mía. En lugar de contar algo, me detengo en los rodeos de contar lo que me pasa a mí cuando estoy con ello. Luego caigo en la cuenta de que me he perdido lo imprescindible. Como Caperucita Roja sería un fracaso absoluto. A lo que vamos. En primer lugar, en un podio mágico, la voz de Silvia Pérez Cruz. Poderosa, excepcional, juguetona, sutil y firme a un tiempo. Se la puede oír también con los Immigrasons. Es una delicia oírla en esa versión magnífica de "Menuda", o "Sólo se trata de vivir", por poner dos ejemplos. Tengo un amor que viene de antiguo por las grandes voces, en especial las femeninas. Así que me es mucho más fácil hablar de Silvia, que de Lisa (la violinista de sonido ágil; menuda, alemana y simpática), de Isabelle o Marta (normanda la una, sevillana la otra; ambas guitarristas entregadas, compañeras a un tiempo del grupo y compaginadas entre sí). Pero de la composición resultante puedo decir que tiene un nivel excepcional, los arreglos, cada sonido que acompaña o le pilla el relevo a la voz de Silvia es milimétricamente perfecto. Contribuye a ese resultado redondo, tan poco frecuente. Hay quien se refiere a ellas como "flamenco de cámara", gente que, sin duda, sabe mucho más que yo. Sea.
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