Si yo fuera Frida


Si fuera Frida, pintaría mil veces estas agujas amargas que penetran el alma de los huesos. Y, seguramente, en una suerte de ancestral agüero, las borraría una a una, a veces con tal tesón que apenas si quedara una leve secuela, un desdibujo que ofreciera más recuerdo que visión. Otras, la impaciencia posiblemente acabara por dibujar una desdichada brecha en el papel, como cuando era niña y andaba aprendiendo letras y formas. Y también como niña, azorada por el riesgo inminente de reprimenda, contendría la respiración, abriría grande la boca para darle más circuito al pensamiento escapista, y rompería rauda la prueba del error, con un “¡no vale!” impetuoso, aliviado, con apenas conciencia de una trampa en diminutivo.




Si fuera Frida, podría maldecir el desapego de Diego. El cansancio abatiría a veces mi gemido, y entonces despertaría en un nuevo día, con Diego reposado a mi vera. Sé que sonreiría. Alzaría un dedo y recorrería delicadamente, con el susurro instalado en el tacto, ese perfil amado, tan mío y tan ajeno. Como esas agujas que se clavan y son capaces de borrarse a un tiempo. Quizás ese delicado gesto, ese fragmento de tiempo en que le ganara la carrera a la vigilia, bastaría para desear vivir un nuevo día, preñado de desapego, sí, pero con la promesa de un nuevo despertar junto a su sueño.



Pero no soy Frida. Tuve un Diego y lo perdí. Mis ojos ya nunca serán los mismos después de haberlo llorado tanto. Hasta es posible que sus flechas no puedan desaparecer tras ninguna goma de borrar. Asistiría a la reducción progresiva de las letras, deteniéndome a cada rato para volver a sentir su olor… NATA, ATA, TA, A. Tratando de olvidar la obsesión, podría distraerme construyendo frases que llamaría “de borrado”; no, no: “frases de inexistencia”; “palabras de olvido”; “nada por aquí, nada por allá: ¡y desaparecerán las señales antes sus atónitos ojos!”… “MI MILAN tiene MIL MILA”; “MILA MI MILAN”; “MILAN MILA MIL a MI”. ¡Y qué bien huele, dan ganas de comérsela! Finalmente, urgiría a las migajas de su serrín desparramado para fregarse, ya en un gesto desesperado, contra la tinta. A sabiendas de que había atravesado ya todas las capas del papel. Que la única manera de acceder a la magia del “¡y ya no está!” era saliendo con un boquete en el alma.



Pero no soy Frida. Y en el dibujo se distinguen claramente flores y estrellas. Cálidas, perfectamente delimitadas, hermosas como sólo la naturaleza sabe crear, y sólo algún benevolísimo ángel puede acercar a ese dibujo de mi vida. Estrellas como puños. Brillantes como soles, delicadas e iluminadoras como candiles en la oscuridad. Se acercan mis amigos con el corazón generoso, la risa ágil, el gesto confidente. Me esperan, mientras trato de reponerme. Y la niña de la goma asesta un puntapié despiadado a las saetas y a todo metal punzante malintencionado. Se viste de faralaes, salta y baila y corre como mariposa en primavera. Y la NATA ya no ATA, porque no hay más magia que estar ahí, bordeado mi perfil de colores sorprendentes, que las agujas sólo hilvanan, que las lágrimas sólo multiplican en destellos, y que llenan el mundo de nuevas gomas con que olvidar.
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