Julio Cortázar desde Jordi Doce

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En el muy recomendable blog de Jordi Doce, hace pocos días aparecieron algunas reflexiones que el autor hizo sobre la forma de escribir de Julio Cortázar. Os recomiendo leer el post, pero aquí os pongo algunos pequeños fragmentos para 'hacer boca':



"Cortázar, sin embargo, es el primer niño escritor de nuestra lengua. Cae en todas las trampas del sentimiento pero sale de ellas sin un rasguño. Mientras lo releía me acordé de que para Robert Lowell todo gran poema rozaba el sentimentalismo sin caer en él. La fórmula es discutible pero sugerente y vale, me parece, para los cuentos de Cortázar. Pienso en «Carta a una señorita en París», en «Las babas del diablo», en «Axolotl»… Su inteligencia no establece distancias: desconfía y se admira de sí misma a un tiempo, no le importa exhibir sus debilidades ni confiar en fortalezas que más parecen –aunque no lo sean– golpes de suerte o iluminaciones súbitas. Y el lector se encariña con él, lo siente cerca, toma confianza y piensa que por fin ha encontrado a alguien tan indeciso como él, como todos. Cortázar juega con el lector como antes jugaba consigo mismo. No establece diferencias. De ahí la rara elasticidad de su prosa: corre sin rechistar a su espalda, obediente y absorta como la tribu de ratones de Hamelín.



"(...) El autor maduro de Historias de cronopios y famas, por el contrario, parece empeñado en desprenderse de las escamas de la erudición y la tradición mal entendida, adoptando el juego como primera norma, abominando de cualquier atisbo de solemnidad, mojando la escritura en el agua del ritmo verbal y los saltos imaginativos. (...) Como un Benjamin Button de la literatura, Cortázar hace el camino inverso al de tantos escritores: nace viejo y muere joven, consciente de que la mera corrección no basta, de que la escritura es algo más que un ejercicio de sintaxis y modales léxicos intachables (como dijo Charles Tomlinson hace años: «nada que no sea elegante / ni nada que lo sea si sólo es eso»); es preciso, en fin, atreverse a escribir mal, perseguir el fantasma de las propias obsesiones hasta que algo, no sabemos bien qué, surge de la página y nos interpela; es algo que hemos suscitado en nuestra peculiar sesión de espiritismo verbal pero que ahora se vuelve hacia nosotros y nos desafía: algo incierto, que cobra vida propia y nos obliga a servirlo, pues necesita de nosotros para completarse, y que a la vez mantenemos a distancia, pues sólo desde la distancia y cierta astucia crítica sabremos estar a su altura, controlarlo."

Cosas para las que no da mi coco (II)

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Que si humedades, que si bichos, que si bacterias… La comida de nuestras casas se expone a una infinidad variopinta de peligros. ¿Que quieres que algo se conserve en óptimo estado? Pues a ponerlo en la nevera. Aunque no necesite frío. Luego pasa que buscas las aceitunas y tienes que sacar botes, tuppers, cajitas, bolsas, latas y alguna que otra botella para dar con ellas. El brazo ‘tonto’ no da más de sí (porque el ‘listo’ está atareado cargando y descargando, que es lo que nos acostumbra a pasar a todos los que vamos de listos), en la boca te han cabido dos latas de anchoas y el tapón de la mostaza, con lo que eso da para la imaginación catastrofista, y sobre la rodilla en equilibrio has acomodado las sobras del domingo, mirándolas de reojo, sin ganas de replantearte su supervivencia. Pero aun así, las aceitunas siguen jugando al escondite. Te preguntas por qué no envasarán todos los alimentos en monodosis. Te preguntas incluso por qué no te las acabarías aquel otro día, con lo ricas que estaban. Y, sobre todo, te preguntas si es tan importante comer aceitunas en ese momento o con las sobras del domingo sobre unas rebanaditas no se harían las veces de aperitivo. Acabemos con los dramas: obliguemos a los fabricantes de cocinas a que todos los muebles incorporen cierres herméticos, como los de las neveras, y que no haya ni una sola hormiga a tres kilómetros que huela nuestro paquete de galletas a medias.
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Los fantasmas de la informática

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Soy una persona afable, social y educada. Me ocupo de que la gente que me rodea se sienta bien, les echo un cable si conviene y soy de esas que siempre pasa el salero cuando alguien parece estar buscando sobre la mesa colectiva. En fin, que soy cordial (incluso precordial porque, aprovechando la raíz, me vuelco también no sólo en el alma sino también en el cuerpo). Pero cuando me encuentro fantasmas, chulos-piscinas y pedantes, sale ese Mr. Hyde que llevo dentro, y me entran unas ganas incontrolables de mofarme y humillar al susodicho.

Y yo, que creo mucho en el karma, me pregunto por qué, justamente yo, que no los soporto, me encontraré en tantas ocasiones rodeada de ese tipo de gente. ¿Será para que aprenda a mantenerme como un pacífico Dr. Jeckyll? ¿Será un karma ajeno para que ellos aprendan a callarse si no tienen seguridad sobre lo que hablan? Mientras recapacito, me acuerdo de algunos de los ejemplos más ilustres que me han acompañado. En este caso sobre LOS QUE DE VERDAD SABEN DE INFORMÁTICA.

  • Uno de esos casos es el que mi hermano y yo denominamos “tener una tienda de eso”. Y, en efecto, nuestro vecino tenía una tienda. Pero sólo una, que conste. De electrodomésticos, para más señas. Pero entre lavadoras y equipos hi-fi (¿os acordáis?), se ve que siempre aprovechaba el tiempo para estudiar, desde cocina a física cuántica, porque cada vez que mi hermano o yo nos lo encontrábamos, y nos refiriéramos al tema que fuera, él siempre sabía más porque “tengo yo una tienda de eso…”. No sé en qué momento consideró que el ordenador debía funcionar como una nevera, y el software como la huevera interior, pero el caso es que le dio instrucciones a mi hermano que, de haberlas seguido, conectaría a Internet desde el congelador y este blog se parecería más bien al Cajón de las Verduras. Qué peligro esos que “tienen una tienda de eso”.

  • El ex cuñado de mi ex también era de ese tipo del que tiene tiendas. Siempre sabía latín de lo que fuera, y te miraba con condescendencia y con esa mirada de superioridad tan irritante. Mi ex y yo fuimos a instalarles un ordenador a sus sobrinos, en una época en que aún estaban relativamente poco vistos. Para nuestra desgracia, nos encontramos al elemento en cuestión. Siempre sabía dónde había que poner el cable perdido: “¡ahí! ¡ahí!”, decía desde lejos, señalando a aquel amasijo de arterias tecnológicas. Y luego, claro, era de los que “ya te lo decía yo”. Sus clases de informática llegaron al súmmum en aquel momento en que, ya entregados a la compleja tarea de instalación, dice: “No sé por qué le llamáis ‘Windows’ si son ‘Ventanas’”. Di que sí, campeón. Y tú cierras el ordenador bajando las persianas, ¿verdad?

  • Pero lo más de lo más es lo que me ha tocado en suerte como pseudo-familia. Aquello de ¿no quieres caldo?, pues toma dos barreños tamaño piscina pero con forma de bidet. El novio de mi madre ‘tiene tiendas’, tiene ‘ventanas’ y sin él la historia de la ciencia estaría en pañales. ¡Yo creo que la tierra sería plana de no haber nacido Erre! Para que se me entienda, aclararé que, cuando pensaba que ya no podía sorprenderme más, un día mi madre me trae a casa un bote de salsa picante casera. Mmmmm, ¡qué bien! Pues bueno, en cuanto vi el recipiente se me atragantó. Por las dudas de si mi madre confesaría la autoría ante sus hijos, había incluido una etiqueta con su foto, veinte años más joven, of course, con pinta de joven-emprendedor-triunfeitor-de-los-bisness, con el eslogan “Las salsas de Errick”, donde su nombre se había americanizado y sus habilidades desproporcionado. Puede parecer sentido del humor, pero a los 5 minutos de haberlo conocido, cualquiera nota que carece de ese bien preciado. La que mejor lo define es mi madre, que explica sus infinitas ganas de protagonismo diciendo de él que “si va a un entierro, quiere ser el muerto”. Éste debe de ser otro karma de mi mami, que tendrá sus defectillos, pero es la discreción absoluta. Pues bien, este caballerete, que merecería ser protagonista de una de las Novelas Ejemplares, tiene un día las santas narices de decirle a mi ex, programador de profesión, que él detesta los ordenadores, pero que “si él hubiera querido, hubiera sido un genio de la informática”. Al preguntarle yo por la cuestión, aún inocentemente, me contesta que a él la Administración le pagaba hasta cursos de Word, si hubiera querido. Y ahí volví a comprobarlo: qué malo es tener que aguantarse la risa cuando se tiene un ataque brotando en el diafragma. Una no quiere quedar mal (aún) con la pareja de su madre, y está esperando la más ridícula de las tonterías para desahogarse como dios manda.



Resumiendo, yo creo que ya he cumplido con mis dosis de pretenciosos fantasmas, ya me han sacado suficientemente de mis casillas, me han sacado la vertiente cruel y la carcajeante. Apreciado karma, aleja de mí a los que tienen ‘tiendas de eso’ (de todo, vamos, y no son los señores Corte Inglés, se entiende), a los aventanados y a los ‘genios’ de pacotilla. Acércame en cambio a esos otros humanos modestos, discretos y humildes, y permite que los siga admirando desde la proximidad.

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Cosas para las que no da mi coco (I)

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Lo de los satélites ya es de apaga y vámonos. Pero siempre ha existido la telefonía por cable. Su funcionamiento, que parece que es bastante rudimentario, se me ha escapado desde siempre. Pero lo que no alcanzo ni a imaginar es cómo ha llegado desde siempre la señal a través de los océanos. Pongamos América y Europa: ¿hay un gran cable atravesando el Atlántico? ¿Llega, es un suponer, por Finisterre a Europa, y se ve como el conector doméstico pero tamaño casa de dos plantas? ¿Aterriza, digamos, en Pernambuco y desde ahí se reparte por las Américas? ¿Qué pasa cuando se estropea? ¿Hay reparadores del estilo camiseta imperio pero de neopreno? Cuando llega a mitad del océano (que, por no contradecir a Murphy, es donde se estropea siempre), ¿también es cuando se dan cuenta de que les falta una pieza? ¿A cuánto cobran el desplazamiento? El albarán de reparación, que por defecto llevan en el bolsillo trasero del pantalón, ¿está impermeabilizado?, ¿lo firma la sirenita? En la zona de reparación, ¿ponen un cartelito de aviso para barcos y submarinos de “desvío por obras”?
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Escapadas I: de Cantonigròs a la Fageda d’en Jordà

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La ciudad pesa. Su calor, el polvo que no ves, sus olores que ya no distingues.

Hay veces que, con lo puesto, puedes improvisar una pequeña huida, más o menos cercana, para enfundarte un aire distinto.



Entre las posibles escapadas que te permiten ir y volver en un mismo día, pero siendo ya otra, está la zona que se llama, creo, Collsacabra. Es una zona de colinas bajas, cubierta de prados verdes, algún bosque enmarcando los espacios en que vagan, a su aire, las vacas con sus terneritos, las ovejas o los caballos. Una zona que, por un feliz azar, se mantiene preservada. No alcanzas a ver apenas casas. Casi no ves humanos. Muy pocos coches. Pocos y muy pequeños núcleos urbanos.


Es fantástico pasear por esos pocos pueblitos: Cantonigròs, Tavertet e incluso Rupit, con su estética de marco de cuento, pero con sus habituales hordas de visitantes.







Cada paso que doy en ese espacio constituye una recarga de mis pilas. Casi puedo sentir la savia inundándome de su vitalidad, los animales llenándome de su calma, el verde vibrando en mis células para volverme uno más, insignificante como un grillo, del marco de la naturaleza tan viva.




Si se tiene ganas de volverse pájaro, uno puede subir a los santuarios de El Far o de La Salut, que dominan el paisaje desde sus cerros espectaculares. Detenerse en sus rincones como si se pudiera planear con sólo extender las alas. Allí también se puede comer. Pasear sobre la moqueta más verde de hierba del mundo, o bajo los bosques de hayas, que parecen esconder sus duendes entre los mil colores con sus respectivas sombras que cubren cuanto alcanza la vista.


Mirar el cielo desde las entrañas de esa zona, tendido sin ninguna otra pretensión que existir, oyendo los mil pájaros distintos que parlotean sin interrupciones, es un espectáculo indescriptible. De los que perduran. De los que parece que el cuerpo y la mente reconozcan como propios.

Uno puede despistar los propios pasos e ir a aterrizar a espacios únicos. La riera que acompaña la salida de Rupit. O la cascada que se deshilacha por la Foradada, un sello de que las nieves del Pirineo quedan cerca y que quieren también venirse a vivir por estos paisajes.



Una misteriosa estrella ha hecho que esas pacíficas colinas queden resguardadas de la humanidad y de su avidez implacable. Algún dios las colocaría suficientemente cerca como para permitir la escapada para limpiarnos, pero suficientemente lejos como para asustar a los urbanitas, que abochornan casi todos los paisajes hermosos.



Quizás le dé parte de su fisonomía estar a caballo entre el final de la comarca de Osona (provincia de Barcelona) y del principio de la zona volcánica de La Garrotxa (provincia de Girona) y quedar retirado del imán de la costa brava.
Allí, el verde es mucho más verde; el azul es de verdad; y yo no soy nada.

Epílogo.
Busco fotos mejores que las mías para ilustrar la entrada. No encuentro lo que quiero decir. Cuántas veces me pasa lo mismo… Quizás un prado verde, que cruce de lado a lado la pantalla. Que se derrame en el teclado. Que dé la vuelta por las tripas de cables y conexiones y regrese habiéndolo teñido todo. Y, recuperado del centro de El Pájaro, el ojo de una vaca. Una mirada de ésas que contienen el interrogante de la vida hacia el ser humano. Una mirada que parece haber aterrizado desde la estratosfera de la naturaleza para reprocharnos los átomos de carbono que hemos mecanizado por el camino.
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Cadáveres para insomnes

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3.33 am. El perro, creo, me ha despertado de lo que no ha pasado de una siesta nocturna. Ahora, y siempre provisionalmente, no soy súbdita. En cambio, conservo el gesto de inclinar la cabeza.

Estoy vacía.

Trato de leer y es imposible entenderse con nada.
Escribir es en vano. (esto no cuenta, claro)

Me preocupa tener un cajón vacío. Vacío como yo y mi cabeza, y ya somos 3.
Las 3.33 am. ¿A qué hora debió morir cristo?
¿A qué hora resucita tantas noches satanás?

Para llenar el Cajón reviso los juguetes (que pueblan las columnas laterales de los insomnes) llamados gadgets.

No doy crédito: hay miles de cosas de éstas dedicadas a seguir la bolsa, a seguir la economía de uno u otro sitio, a facilitar que mientras alguien te sigue tenga un ojo puesto en sus valores. Como yo con el perro. Mejor: el perro conmigo. Todo tipo de relojes, los de aquí (sea el ‘aquí’ el que sea) y los de Hong Kong, de apellido Nikkei.

El perro ladra a los fantasmas. Seguro que son 3.

Al final encuentro algo divertido: una “máquina” de hacer cadáveres exquisitos. Parece que junta pedazos de obras, automáticamente. Pero yo creo en los secretos de la causalidad. Como esos comentarios que requieren de una palabras casi siempre ininteligibles, pero de pronto sintetizan misteriosamente los conceptos. La güija de blogger.

Confío en que los cadáveres exquisitos nos hablen de lo importante. Ahora, lo he mirado, y habla de sexo.

Así que dentro de mí parece bailar un cronopio, mientras le da patadas a los valores bursátiles, se dice que de nada valen los relojes, salvo a las 3.33, y de su gadgeto-brazo izquierdo penden recuerdos de sexo, en que el vacío tenía funciones constructivas.

Espero que de vez en cuando, quizás en ratos insomnes, lo disfrutéis.
(dedicado a los fantasmas, que esperan de una que se encuentre menos vacía)
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Cuando gobierna el absurdo

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Vamos a imaginar posibilidades remotas.

Hay accidentes de coche. Muchos. Algunos de esos accidentes son mortales. Parte de los accidentes de coche, mortales o no, suceden de noche. En parte de los accidentes de coche que suceden por la noche, el automóvil ha acabado chocando contra un árbol. Pongamos que hay una cierta tendencia a que eso pase en países en los que hay baobabs cerca de las carreteras. Hay otros lugares, como es el caso de España, en que los accidentes de coche nocturnos contra árboles son relativamente poco frecuentes. La mayoría se producen contra pinos y castaños, pero hay una baja proporción, algo más del 20%, que se producen por choque contra eucaliptos. La mayor parte de los accidentes nocturnos contra árboles acaban únicamente en forma de leve retraso. Unos cuantos con una rueda pinchada. Pero alguno de esos accidentes, cada tanto, acaba en muerte.

La forma más segura y económica de prevenir los accidentes nocturnos de coche contra todos los árboles es mediante la revisión periódica de las luces. Por ello, se recomienda que cada tres veces que se cambie el aceite del motor, se le pida al taller que compruebe el estado de las luces.


Pero un día llega un iluminado, nunca mejor dicho, e inventa una luz de láser capaz de anticipar la presencia de un eucalipto en la carretera. Es completamente ineficaz con pinos y castaños.

Una mega-multinacional de las lámparas de coche se hace con el invento, lo vende a un precio desproporcionado, pongamos 400 euros, aunque sólo se ha podido demostrar que es eficaz durante los primeros cuatro años y medio, y parece que el uso del láser deslumbraría y facilitaría otro tipo de accidentes. Pero no se facilitan estudios. No se da tiempo a que se valore. Se procede a una campaña de marketing tremendamente agresiva y las comunidades autónomas se lanzan a implantar el láser en todos los automóviles que tienen entre 1 y 5 años.

Con ese proceso, debe invertirse el 50% de todo el presupuesto que las administraciones españolas tienen para la prevención de accidentes de tráfico.

Surgen numerosísimos científicos, estudiosos, mecánicos y bombilleros de toda la vida que piden que, antes de poner en marcha esa desmesurada inversión, que puede incluso afectar a la salud de los conductores, se estudien bien sus efectos. Las administraciones los ignoran alegremente. Tristes y desanimados, sólo recuerdan que sigue siendo imprescindible la revisión periódica de las luces del coche: la única forma de prevenir choques contra todo tipo de árbol y además contra postes eléctricos, publicidad y buzones.

Y ahora, que levante la mano todo el que, sin ser fabricante de láseres, esté a favor de que los gobiernos implanten ese cacharrín desproporcionadamente caro en todos los coches.

¿Nadie?

¿Seguro?

Pues exactamente eso es lo que está pasando con la vacuna contra el virus del papiloma humano. Los eucaliptos son las cepas 16 y 18, que en España causan únicamente el veintitantos por ciento de las infecciones. De esas infecciones, muy pocas (alrededor del 5%) no se curarán por la propia inmunidad, pero aun así, las infecciones que se hayan mantenido, y después de dos décadas sin control ginecológico, un porcentaje no despreciable harán lesiones precancerosas.

La pregunta sería por qué no invierten una insignificante parte de lo que les cuesta esta campaña de vacunación (concretamente, y sólo en material, sin tener en cuenta la organización y el personal que se desplaza hasta los colegios, el 50% del presupuesto destinado a salud pública) en hacer una buena campaña informativa sobre la importancia de seguir los controles ginecológicos, con sus correspondientes tomas de muestras (citología). Ésa sí sería la manera de prevenir el avance de ésas y del resto (hasta 15, que suponen más del 70% de los cánceres de cuello de útero) de cepas que causan el virus del papiloma, además de un buen número de otras enfermedades.

Yo no tengo la respuesta, pero puede que tenga un indicio. El gobernador republicano del estado de Tejas impuso la vacunación obligatoria. Algo después salió a la luz su vinculación con la industria farmacéutica que producía el fármaco.
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(Conclusión: de lo que sí deberíamos vacunar a nuestros niños es para que aguanten mejor esta sociedad y no sucumban a sus objetivos, ni a sus procedimientos, ni a su ética, ni...)
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Los inventos de mi vida (II)


Ayer hablábamos sobre la procedencia o no de mantener la fidelidad después de revisar los modelos de relación heredados de nuestros papis.

Pues hoy os contaré cómo fracasó una de mis últimas relaciones.

Un día, un él me dijo que siempre hacíamos lo mismo, que sentía la necesidad de hacer cosas nuevas.
Le pregunté si se refería a cuestiones sexuales. Aunque se le iluminaron los ojos ante algunas de mis salvajadas semi-propuestas, me dijo que no era esa la cuestión. Dijo que hablábamos de las mismas cosas, que se repetían los comentarios, que nos sorprendíamos poco.

Me quedé muy preocupada, pero descubrí un gran invento, y lo compré sumamente satisfecha de renovar la relación y de hacer feliz a MI él:


Pero él dijo que no había solucionado el problema.

Que quería hacer cosas distintas. ¡De acuerdo!, me dije, vamos a introducir cambios en nuestra vida conyugal.

Y compré esto:




Pero me dijo que tampoco.

Que había cosas que echaba de menos de su soltería. Tras estrujarme las meninges, di con lo que creí que era perfecto. Y le compré esto otro, ahora ya convencida:



¿Qué no era la solución? Encima que con este invento podía repetir indefinidamente el gesto de apertura de las latas de cerveza… Sin tener que doblegarse a las tonterías mentales, los retorcimientos gástricos y el exceso de ruido del mundo al día siguiente. ¿Entonces?

Empezaba a temerme lo peor. Y sí: me lo dijo.

Que quería ver a sus amigos (¿los pendones?), salir de vez en cuando con ellos (¿de acoso y derribo?). Tenía que pensar muy rápido, porque aquello era francamente peligroso. Fue entonces que me ofrecí a comprarles ropa, para que fueran más o menos conjuntados y 'se divirtieran' más:




Aun así había algo evidente: MI chico era el más resultón de todos, el más guapo con diferencia. Llamaría enseguida la atención en cualquier local. ¿Qué podía hacer para que se viera mucho más al resto de los amigos? ¿Era posible? Por suerte, soy una chica de recursos y descubrí este invento para sus colegas:




Y salieron. Aunque conseguí colocarle un discreto cronómetro, por aquello de que no se le pasaran las horas sin darse cuenta…


Aun así, me quedé sola. Muy sola y preocupada. Tan sola me sentía que empecé a cuidar elementos de la casa en los que me fijaba demasiado poco. Había que buscar aliados como fuera. Le cambié el mobiliario a Dick, nuestro pez, que desde entonces pasó a llamarse Mobi Dick y me empezó a chivar la cotización en bolsa del atún en lata.




Empecé a saludar a las puertas. Nos presentamos. Hola, Moby Click (1), encantada…




Mantuve largas conversaciones con el móvil, en espera de alguna señal de MI hombre. Tuve la extraña sensación de que si cuidaba a ese buen amigo, desde entonces Movi Beep, era más fácil que me trajera noticias suyas. Así que más que cuidarlo, lo mimé, lo adoré, casi como si fuera mi hijo…




Pero las horas iban pasando. Tan insoportable se me hacía la espera que, en fin, por cada hora iba cayendo una cajita de galletas cómplices. Más o menos así:





Seguían pasando las horas. Primero me enfadé muchísimo. La rabia fue creciendo tanto que hasta yo me sentí gigante, y me hubiera podido comer a MI hombre y a todos sus amigos de un solo aperitivo.




Pero luego llegó la depresión más profunda. Me fui hundiendo tanto, que me sentí tremendamente chiquita. Al tratar de distraerme tocando lo de “Oh Susana, no llores más por mí”, me di cuenta de que no llegaba ni a las teclas (con las manos).




Aunque conseguí un rollo de papel enorme y yo me sentía tan chiquita, nada bastaba para calmar mis lágrimas (cuyas formas decidí colorear para cantar lo de 'Lágrimas negras' en diferentes versiones).



La cosa iba de mal en peor. Intentar leer fue del todo inútil. Se me caía todo encima... Tuve conciencia del terrible peso de la cultura.





Y de pronto, Movi Beep me trajo una señal: MI hombre estaba esperando ya un taxi. Incluso mediante el sms noté cómo farfullaba las palabras. Ya imaginé el tamaño de sus cubatas.





Pero todo eso ahora ya carecía de importancia. MI hombre estaba de vuelta, y yo tenía que simular que todo estaba bien y yo tranquilísima. Había que facilitarle las cosas. Quedé con Moby Click que le abrirían fácilmente las puertas. E hice unos cuantos cambios en casa por si no quería ‘despertarme’ con la luz o, vamos, por si iba demasiado 'ciego'.



Sería ideal, además de que brillara la taza, ponerle las cosas fáciles también por si quería arreglar faltas de puntería. Que nos conocemos. Y me las ingenié para ponerle también el papel fosforescente. Qué suerte que alguien lo inventara, sin duda. (Y cómo me alegré de ser tan astuta con el carro de la compra y de tener un cierto toque de compradora compulsiva).




A la mañana siguiente, él seguía destilando alcohol mientras roncaba, y yo decidí levantarme. Necesitaba reflexionar sobre todo lo que había sufrido la noche anterior, pero no quería que se me notara del todo. Así que me puse el bolso ‘disimulator’ para la ocasión.




Era lo más normal del mundo comprar el diario un sábado por la mañana con unas ojeras hasta los pies, ¿no? Pues eso… que pude pasear tranquilamente, armada con mi bolso, hasta que di con la solución.

Alguien pensará “decidió tener una conversación con SU hombre”, ¿verdad? Pues no. Simplemente decidí que no necesitaba a aquel hijo de SU madre después de comprarme un regalito por fin para mí en un escaparate.



Desde entonces, como es bien sabido, decidí replantearme el tema de la fidelidad.
Pero ya sin prisas...

Y en esas estamos... Tratando de relajarme para pensar con más claridad.
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Benditos inventos.

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¿Sigue vigente la fidelidad?

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Yo, que en muchas cosas soy de poca o ninguna originalidad, mal que me pese, tengo asumido, después de largas confesiones conmigo misma, que, aunque soy de natural independencia, de considerable autosuficiencia, de raro romanticismo, y de periódicas necesidades de soledad en completa autobolez, muchas veces veo como ideal compartir la vida con una pareja. Una de verdad. No sé contestarme exactamente por qué. Sé que aunque los japoneses perfeccionaran su invento, no me serviría...

Y sé que no creo (durante más de un par de meses seguidos, al menos) en los enamoramientos, que considero que son de una fragilidad hormonal y de una tendencia al error similar a, por ejemplo, la fiebre, y que acostumbran a hacer flaquear un verdadero lazo consistente y creativo. Sumativo y no restante. Con más de compañero que de competidor, tan habitual. Como dos perros marcando un terreno que consideran suyo.

Una pareja debiera estar constituida por algo parecido a una amistad intensa (A), a la que se le habría de sumar una poderosa atracción química (B), junto a algún rasgo que podamos admirar del otro (C). En mi caso, es fácil que sea la inteligencia (sobre todo cuando a ésta se le suma un portentoso sentido del humor) y/o la creatividad, especialmente cuando ésta es literaria o musical.

Pero es evidente que, en cuestiones de filias y fobias, las matemáticas no tienen nada que hacer, y A+B+C no garantiza en absoluto un = F (flechazo) ni aún menos un GA (gran amor). Hace falta un factor suplementario que modifica por completo el resultado: que se nos valore (fV). Entonces sí que ya es fácil que surjan F o GA por ambas partes (y ya sabemos que estar GA-GÁ facilita la pérdida de resistencias mentales, con las que nos perdemos lo mejor y nos resucitamos de lo peor de esta vida).

Pero tendré que asumir que pasados los primeros años (entre dos y diez, por ejemplo), lo más probable es que, a pesar de mi inquebrantable atractivo, mi elegancia natural, y mi excelente planta –por no referirme a los contenidos−, deje de despertar las más bajas pasiones de mi afortunadísimo elegido (en adelante, AE), y empiece a ocupar su sitio aquella vieja conocida llamada rutina. A esas alturas es posible que acabemos en aquello de “toca” polvo, pues venga. Se va acercando el sábado: ¿seguro que no prefieres depilarte? O bien aquella vieja insistencia en que me acabe la copa de vino –por otro lado, hazaña no muy complicada en mi caso− que ya se sabe que predispone al tema.

También tendré que asumir que cabe la posibilidad de que, llegado ese punto, a mi AE se le vayan los ojos detrás de un porcentaje cada vez más elevado de mujeres. A pesar de que es más que evidente que ninguna otra podrá hacerme sombra físicamente, no me llegará a la suela del zapato en cuanto a esa graciosa chispa que me sale de forma tan natural y es completamente imposible que haga el amor con ese salvajismo mío tan encantador, pongamos que mi AE pase por una fase de locura transitoria (o transitiva, si es de letras), y por aquello de la novedad se deje llevar más de la cuenta.


¿Me molestaría realmente la idea si no hubiera crecido con ese factor cultural? Si hubiera de pasarlo bien, y después lo compartiera conmigo (verbalmente, digo), de la misma forma que podría explicarme una cena con amigos o un cine a solas, ¿habría de ser objetivamente motivo de gran enfado y/o ruptura? Si se reprime, cabe también la posibilidad de que se desahogue con una febril actividad imaginativa (a la par que manual). ¿Debiera molestarme eso menos? Puesto que la atracción que se siente por alguien no se puede gobernar, ¿estamos todos seguros de que la fórmula sólo mental es la mejor posible?

Y ahora pongamos el caso opuesto, que me divierte muchísimo más. Durante los primeros años es posible que no concibiera aproximaciones físicas más que con mi (a esas alturas aún incomparable) AE. Como en el caso anterior, imaginemos una noche divertida, que acaba en algún sitio también divertido, de luces bajas y música a un volumen que obliga a hablar al oído. Allí conozco a un apuesto y seductor músico que le dedica sus artes a mi persona. Cuando se me acerca con una segunda copa, aparece el muñequito de marras: chiquitín, blanco y con alitas, con cara de AE apenado que parece decir “él nunca lo haría”. Al otro lado de mi cabeza, columpiándose en mi pendiente derecho, estoy yo en chiquitilla, con un traje de cuero rojo y cara de mala, diciendo “estas cosas no pasan cada día, no seas tonta y aprovecha”. Es posible que lo realmente lesivo sea llegar a ese punto, en que una ya se ha dejado seducir en buena parte y lleva rato exponiendo sus mejores plumas. Imaginemos que soy buena-buena, y le digo que buenas noches y me voy sin darle el teléfono. Parece evidente que lo haría por AE, por no hacerle daño. ¿O quizás es porque espero de AE un comportamiento similar en justa reciprocidad? ¿Concedemos para que los demás nos respondan en idéntica medida?

A los diez años de convivencia, es más que posible que las conversaciones se repitan, que veas venir lo que contestará AE a tu frase o sepas si ha tenido bronca con su jefe nada más verlo entrar por la puerta. Si hay que recurrir a los “facilitadores de conversación”, mal vamos.

Hay amor, está claro, pero las mutuas aportaciones se van empobreciendo con el tiempo. Sería complicado para la pareja que uno de los dos miembros se enamorara de una tercera persona, claro; pero una cana al aire, un polvete insustancial con alguien que te ha gustado, sin más pretensiones, ¿no podría incluso mejorar la pareja al introducir nuevos ingredientes?

Para variar, no tengo una respuesta. Sólo mil preguntas. Y lo que puedo decir es que intuyo que no me haría una especial gracia que una lagarta se beneficiara de mi AE. Pero ni siquiera de la primera fase. Y al primer contoneo que le viera hacer en sus morros, probablemente querría azuzarle una manada de lobos asesinos. En cambio, podría vivir tranquilamente en una situación de poligamia, siempre que fuera mía. ¿Estoy contaminada por mi cultura o simplemente soy muy lista? En este momento de cambio de modelos de pareja, ¿nos es completamente útil reprimirnos colectivamente en pos de un ideal que no corresponde a la realidad? ¿O nos pasará como me viene avisando mi amiga X, y en el lecho de muerte nos vendrán a la mente todas las oportunidades desperdiciadas?

Tengo entendido que la fidelidad es un invento judeo-cristiano para que los terratenientes de la época pudieran tener garantía de que sus herederos eran de su misma sangre. Pero eso hoy día nos importa más bien poco, ¿no? ¿Somos suficientemente maduros como para aguantar 'los cuernos' con elegancia porque lo que nos debería importar es la fidelidad del alma, la lealtad? Puesto que ya no se lleva lo de desheredar a los hijos, ¿debería actualizarse la moralidad dentro de la pareja?

En definitiva, el día que mi AE y yo compartamos la factura de la luz, ¿deberé reservarle la exclusiva de mi cuerpo serrano hasta que dejemos de ser víctimas del GA-GA-ísmo, cuando es posible que el jamón ya se haya secado considerablemente? ¿Deberá él mantenerse preservado de todas las lagartas contoneadoras de este mundo y, si fracasa esa relación espectacular, darme sinceramente las gracias por haberle librado de tales males? Y, de ser todo ello así, ¿qué grado de amor/entrega es necesario para que decidamos que es bueno ese planteamiento inicial? ¿Debería pactarse en cada nueva relación?

Pues eso, que no me parece fácil…

Nota: después de horas intentando subir las imágenes que tenía pensadas para esta entrada, decido rendirme. En un futuro próximo, espero, podrá verse con sus correspondientes fotitos. Por ahora queda un tanto insípido, así que espero de los que me leáis comentarios que le den color a la entrada y luz a mi confusión.
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Claudio Magris: 'Así que Usted comprenderá'

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Aterrizo en la obra de Magris después de leer que era “un texto magistral”, que abordaba “la laceración objetiva de nuestro corazón” o “allí donde la vida se traduce en literatura y la literatura se impregna de vida”. Vuelvo a mirarme de reojo el grosor del volumen. ¿Todo eso en tan poco? Tenía que ser un genio. En fin…

El texto es todo él la explicación en forma de monólogo de una mujer que reside en una misteriosa “Casa de Reposo”, en la que no le está permitido recibir visitas, que hace un repaso sobre su vida anterior al ingreso, para ir a parar al último párrafo de la obra, el que da título a la obra, y que justifica su negación final a salir de la Casa y regresar con su marido, a pesar de la desesperación de éste.

Pronto se intuye que esa “Casa” no es más que el reino de los muertos. Al que describe con poco atractivo: oscuro, brumoso, silencioso y, por lo demás, tremendamente parecido al mundo “de fuera”. Está comandado por un “Presidente”, que es el único que lo sabe todo, y que es el interlocutor directo de la mujer.

Todo el texto, sin mucha gracia, se dedica a hablar sobre la desesperación del que fuera su compañero después de que ella debiera abandonar el mundo, tras ser atacada mortalmente por una serpiente. Es, pues, la revisión del mito de Orfeo y Eurídice.

El Orfeo de Magris es poeta, y se dice de él que hace “preciosas canciones”. Dice la mujer que su mayor mérito poético reside precisamente en el dolor que le ocasiona su ausencia. Muchos de sus versos se los dicta ella, aunque él los toma y los modifica y desarrolla.

Qué importa que no fueran tuyos, eran tuyos, decías; el canto habla por todos, incluso por mí, que nunca sabría crear esos versos. Sabías que la poesía no es jamás sólo tuya, como el amor, sino de todos; no es el poeta el que crea las palabras, decías y declamabas, es la palabra que se le echa encima y le hace poeta. (…) ¿Qué importa de quién es ese canto si habla por ti, por nosotros?”.

Describe al escritor como caótico, dejado, olvidadizo, despistado. Encarnaría ese Orfeo un buen número de debilidades. Por lo que Eurídice se refiere a él con aprecio pero también con condescencia. Por el contrario, se refiere a un pasado del hombre como soldado en que exalta su capacidad organizativa y de resolución. Puede que no sea más que un prejuicio mío sobre esa clase de uniformados, pero me carga esta parte. Me carga que se le ocurra una sola reivindicación sobre la disciplina militar y me carga casi más que oponga esa dualidad tan simplona en boca de la mujer. Queda ella como una burda compañera materna, inspiradora de versos, sí, pero incapaz de entender el fenómeno creativo; secretamente deseosa de encontrar en su marido los antiguos caracteres del militar, que son los que, en definitiva, encarnaría ella.

De esta oposición entre el hombre creador y la mujer disciplinada surge lo que se va perfilando como una relación amorosa perfecta y complementaria. Ella le devuelve la claridad, le organiza la vida y le hace de guía. Incluso sexualmente: “tu mano era insegura bajo las mantas, fue la mía la que la guió y empujó adentro. Entrando en mí sentí que remontabas desde el fondo de tu miedo”. Es ese amor, que se describe como poderoso, el que lleva al Orfeo de la obra a las puertas del Hades. No obstante, me parece superficial cifrarlo en forma de comunión física:

“Sin aquella vez bajo las mantas (…) no hubieras tenido el valor de entrar aquí adentro, de bajar a buscarme aquí abajo, a la Casa, a este otro antro de tinieblas.”

Mientras que se le concede esa importancia máxima al encuentro sexual, la mujer en su monólogo le quita fuego a las infidelidades de él. Parece que apenas tiene importancia moral, ni para ella ni para él. ¿Por qué será que me suena a subterfugio?

Los motivos que mueven realmente al hombre tampoco parecen especialmente elevados: “solo allí fuera, había tenido miedo a buen seguro; tal vez por eso había venido a por mí. (…) No, no había venido para salvarme, sino para que le salvaran.”

Poca gente, además de ella, podía comprender lo que albergaba secretamente el poeta. Ella se ve casi en la obligación de justificarlo, hay una permanente condescendencia. Mientras que ese Presidente de la Casa de Reposo sí puede alcanzar a entender su alma: “Así que si ha dejado que viniera a buscarme es que tiene que haber leído su corazón mejor que yo, porque a veces hasta yo misma…”


Tenemos, pues, la relación con rasgos materno-filiales que justifica la petición del hombre; tenemos un ‘presidente’ del Hades que se apiada de él y le concede excepcionalmente que ella pueda regresar al mundo de los vivos. Pero el verdadero hallazgo, desde mi punto de vista, es situar en la mujer el desenlace frustrado de la concesión. En efecto, y por motivos que no desvelaré para el que quiera leer el libro (y que tampoco es que sean tan asombrosos), es la mujer la que, en el último momento se retiene, y decide que no es adecuado salir de nuevo. Para ello, antes de cruzar la última puerta, “le llamé con voz fuerte y segura, y él −yo sabía que no resistiría− se dio la vuelta.”

Sería éste un acto de generosidad. Una forma de amor entendida como renuncia. La vuelta al mundo de los vivos (al que ella querría salir desde el inframundo para volver al sol, al mar…) haría desgraciado a su órfico hombre. Por ello interrumpe su salida. Pues vade retro. La heroína sacrifica sus propios deseos por no perjudicar a Orfeo. Bonita muestra de amor ésa de fastidiarse a una misma y, en segundo término, al amado, porque se supone que sabe mejor que él lo que le conviene. De seguir los propios deseos, peligra incluso hasta el propio amor. Pues vaya. Si un novio mío me soltara una justificación así para no seguirme, pensaría de inmediato que era una excusa de aquéllas de cobarde. Pero si encima sospechara que se lo cree, pensaría que, muy bonito, sí, pero que menuda estupidez. El amor lleva en sí la renuncia, la requiere; la entrega amorosa supone concesiones. Pero cuando a lo que se propone renunciar es a vivir el propio amor… miau. Tiene algo de apostólico y romano ese sacrificio que de una primera intención que se supone altruista acaba por causarme bascas. No lo quiero cerca de mí, ese amor marisabidillo y de fines tan glorificados que es como una guinda en un pastel. Yo quiero revolcarme en el chocolate, y que otro se coma la guinda, que, aunque es muy bonita, nunca me gustó. La guinda engaña: parece perfecta, dulce y que hubiera de deshacerse en la boca. Pero cuando la masticas por primera vez con grandes expectativas, descubres el sabor acre que esconde, su verdadera naturaleza de hiel. No es amor, sino razonamiento encorsetado. Corona los pasteles de este mundo porque halló una escalera y el chocolate, inocente por naturaleza, se creyó sus mandamientos.

En definitiva, y sin meterme en aspectos ideológicos que a mí me han molestado un poco durante la lectura, es un texto sencillo, en que se abordan las cuestiones pasionales (el flashback del que se supone que era un gran amor; la desesperación del hombre tras la muerte de la protagonista) sin demasiada fuerza. La revisión del mito de Orfeo se hace sin apenas modificaciones. La leve descripción del Hades responde globalmente al concepto clásico, y hasta la mujer muere también por la picadura de una serpiente. Su potencia reside en leerlo en clave biográfica, puesto que Magris perdió a su mujer años antes. Pero la literatura no tiene que justificarse mediante las vidas, sino en todo caso al revés. Y si encima descubrimos que la mujer de Magris no era una matrona italiana de la vieja escuela, sino la escritora Marisa Madieri (de la que no he leído nada, por cierto), me resulta de una prepotencia encubierta que me cae como un tiro. Es cierto que hay una cierta reprensión sobre el personaje órfico, álter ego de Magris, pero muy relativa, como la que se le haría a la creativa cigarra frente a la laboriosidad de la hormiga.

Quizás sea objetivamente magistral este texto, pero a mí me parece pobre, autocomplaciente y, desde luego, no me parece excepcionalmente bello, como se dice por ahí. Tampoco Magris me parece uno de los grandes escritores europeos de la actualidad. Si no hubiera sido por llevarles la contraria a todos esos que defienden el librito a capa y espada, como una obra grandísima y profunda, no se me hubiera ocurrido hacer una reseña sobre ella. Pero como me ha tocado las narices gastarme 9 preciosos euros por creérmelos, aquí estoy, defendiendo a ultranza el chocolate frente a los mascadores de guindas.
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Rarezas XI: (música sefardí I:) Mor Karbasi

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Mor Karbasi lleva en su sangre y en su corazón un pasado sefardí. Nació en Israel, y no dejó nunca de buscar.

Sus letras son fundamentalmente en el idioma de sus ancestros; a veces en español. Aunque hace años que vive en Londres.

Ni los años ni los kilómetros la alejaron jamás de aquel sueño recordado desde el estómago. Su pulso es el mismo.

Como entonces, lleva consigo toques flamencos, árabes o próximos al romancero.

Shoshana Karbasi, su madre marroquí, le cantaba baladas de aires andaluces desde que era pequeña. Y aunque la dormía así, a un tiempo conseguiría despertarla.

Desde el siglo XV hasta ahora. Puede que alguno de mis ancestros disfrutara escuchando esta música como yo lo hago ahora. Como espero que lo hagáis vosotros.










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El mundo sigue 'averiado'

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En mi último cumple me propuse firmemente empezar a esconder mi edad. Ya me la descubre el espejo, casi todos los días. Esconderla, aun a costa de mentir. No me voy a disculpar, porque estoy del todo segura de ser la víctima. Puede que de ser princesita en otros tiempos, esté encarnando ya a la madrastra, que debe enfrentarse a diario a lo que ya no es.

Por eso debo de ser más antimonárquica que nunca.

Ya no es la princesa, y malgasta su rabia contra el espejo, que la sobrelleva con resignación.

Puede que mienta sobre mi edad, lo admito. Pero lo que nunca he negado es que crecí con una enorme bola.
Quien quiera, que haga cálculos.

Pasaban cosas graves e inquietantes.
El viejo cuervo parecía clavar las uñas sobre sus posesiones incluso después de muerto.
Pero en aquellos tiempos se disparaba con sus mismas armas.
Si no las mismas, igualmente poderosas.
Frágiles, como el cristal.
Pero bolas. Más que valientes, heroicas.
Audaces, sin duda.

Qué tiempos.
Se nos hablaba del monstruo capital,
como una malvada invención
(de Avería, claro.)

Y así salimos.

Descompuestos, renegados, desconfiados
Y(n) decentes.
Posiblemente “raros”.
Tan humanos.

Untad a los niños de electroduendes
Regaladles enormes canicas donde comprueben
sus presentes sin dudar
en qué lado están
(en qué estantería se ubica cada uno de los elementos de la vida)
y hacia dónde deberían rodar.

Sentíos orgullosos si asesinan a los inconsistentes Lunnis
Si arrollan los Camps Rocks (sin rock) de este mundo
Y zapatean sobre los fofos héroes
Prefabricados.

Que deploren sus Barbies enriquecidas
-vete tú a saber cómo-
De formas imposibles
Y ocios venenosos.

Que echen de sus vidas
A todos los Papá-Noeles –ese color Coca-cola−

Que despidan procedentemente a todos los Reyes
Porque ya saben que no los hay magos,
si no es con truco engaña-giliwatios
Y con enormes subvenciones.

Y si un día dicen que están hartos de que los traten
Como pequeños idiotas,
Si reniegan de los deplorables subterfugios congelados
De mister Disney y seguidores,
Si deciden que el mundo no debe tener caprichos machistas
Ni trofeos presidenciales como laureles de la sangre,
Es que habréis triunfado
Y habréis contribuido a fabricar…

una persona (aún!)

Un futuro.
Un buen visor
De la bola de cristal.

Como cuando Alaska quedaba tan cerca,
El Veneno (al juntarse con los kikos) era la pócima
la toxina revitalizante,
Y los únicos toreros decentes
Eran los Muertos.

Así crecimos.

Y así podríamos haber hecho el futuro
Si no fuera porque el mundo
Sigue igual de Averiado.
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Elogio del chucho (el valor de la diferencia)

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Uno de mis primeros trabajos como correctora y redactora fue en una revista de perros. Como soy una gran amante de los animales, en un primer momento estaba contentísima. En mi disculpa insistiré en lo evidente: era joven e inocente.

Pronto me di cuenta de que la práctica totalidad
del contenido consistía en descripciones sumamente estrictas de cómo debían ser las diferentes razas de perros (medidas, colores, largo de pelo…) y en relatos de concursos en que se valoraban esos rasgos. Leía estupefacta que habían descalificado a un perro porque su altura hasta lo que llaman la ‘cruz’ (entiéndase en los dos sentidos) era un centímetro menor de lo aceptable, o porque era levemente más chato que su estándar, o incluso porque al posar no estaba suficientemente erguido o su cola con una rectitud impecable.


Seguramente, si se diera el poco probable caso de que me leyera algún obsesivo de las marcas que esté pendiente de tonterías del tipo “es que Loewe remata los bolsillos con hilo beige”, justificara estos patrones inflexibles, y defendiera a ultranza el principio del rigor a la hora de valorar cada una de las razas. Y, naturalmente, y que nadie se me ofenda, si me leyera un nazi también hablaría de la importancia de la perfección de las razas.

De la misma forma que las personas nos resultan más o menos atractivas en función de un millón de parámetros subjetivos que, desde luego, no tienen que ver con fachas impecables y huecas, defiendo con vehemencia al perro no estándar, al chucho, al ‘mil-leches’. Casi diría que cuanto más imperfecto mejor. Con los 2.000 euros que cuestan algunos de estos individuos “puros”, se podría alimentar durante un año a buena parte de los chuchos de una perrera. Reconozco que me cuesta entender el concepto: ¿quién y por qué prefiere que un compañero del alma provenga de unos progenitores que parecen fabricados en serie, o con un pie de rey que garantice que no haya ninguna desviación de una norma que algún aburrido se inventó? Y reconozco también que me cuesta respetar ese tipo de criterios.


Es por eso que tuve una muy agradable sorpresa cuando recibí el correo electrónico de la protectora de Jaca. Es la primera vez que tengo noticia de algo así: Hada (2009), que se celebrará el próximo domingo, 16 de agosto, en la plaza de San Pedro de Jaca a las 19 h, es un concurso para chuchos, y la única condición indispensable para inscribir a nuestro animal es que no sea de ninguna raza. Uno de los puntos más valorados es la simpatía de nuestro amigo, y les trae al pairo la altura hasta la cruz, si el marroncito claro tiene toques fuego, o si posa como Rintintín o como la Esfinge de Gizé. Con los cinco euros que cuesta la inscripción se conseguirán fondos para seguir dando segundas oportunidades a más animales, para promover la adopción de esos desheredados con mala fortuna, frente a la compra de grandes razas.
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Cada uno de esos chuchos sin suerte provendrá de una mixtura única, será una miscelánea especial, una afortunada promiscuidad genética, porque eso es lo que son: únicos y excepcionales.

Bienvenida la belleza alternativa, la de los chuchos sin pedigrí, la de las narices grandes y los cuerpos imperfectos. Bienvenido el flechazo por la fuerza de una mirada, por una sonrisa abierta o, si me apuras, por un bolso sin remates. Bienvenidos todos aquellos que se desmarcan. Aplaudamos la diferencia.
Amemos la imperfección. Aprendamos de la disparidad.
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(Nota: si sabéis de alguien que quiera compartir su vida y su afecto con un perro o un gato, recordadle que hay miles de animales a los que les urge ser adoptados. )
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Ella y su sombra (III de III)

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(Los personajes de esta historia me vinieron a llamar. Como un pre-feto a su candidata a madre, digamos. Los tengo aquí, delante mismo, los veo claramente, y dudo sobre por dónde quieren continuar. Qué insulsas me parecen sus historias, las cuente como las cuente. Vienen a verme, y no me dicen para qué. Bonito egoísmo el suyo. A veces pienso que jamás encontraré una historia contable (lógicamente, de contar como sinónimo de narrar, y no como el de hacer cuentas, que es aún más letárgico).

Uno de los máximos exponentes de mi admiración literaria es, como es bien sabido, el grandísimo Vila-Matas. Pues bien, se me ha ocurrido que él es tan meta-literario, con esos personajes sin apenas historias −fuera de sus hazañas literarias− porque a él (como a mí, jeje) se le quedan pequeñas todas las historias. No las personas. Los personajes. O la mezcla de ambos que deambulen por las cabezas literarias. Sólo sus historias.

¿Pequeñas historias comunes? Puff. ¿Grandes acontecimientos vitales? ¿Para qué? Si lo que me atrae es lo que tienen ellos en el corte sagital en que los tomo. En todo caso, quisiera resumir todo aquello que no me interesa de sus aventuras biográficas en una o dos frases. Por ejemplo:


  • Él se convirtió rápidamente en el chico de los viernes, y de ahí, no se sabe cómo, y a quién le importa, se casaron o similares, y ambos fueron soportablemente felices y a ratos muy imbéciles hasta siempre jamás. Fin.

  • Ella le escupió en la cara, y tomó una mochila y su vida y se alejó para siempre de aquel barrio que la observaba. Fin también.

  • Él, que era un bonito ejemplar macho de pulga de perro callejero, consiguió colársele en un descuido por el escote, bajó cuidadosamente hasta su vello púbico (y algo público), donde vivió feliz el resto de su vida: un par de largos y risueños días. ¿Modelo de final feliz?

  • Tras imaginarla irreversiblemente en coma o bien muerta, él se suicidó. Y el mundo siguió girando.

  • Tras su suicidio por el desprecio de su amada, ella empieza a echarlo vagamente de menos; se pregunta sobre todo por el perro (cuyo futuro va a obviarse). El narrador se pregunta entonces qué hubiera podido pasar si él hubiera mantenido la paciencia de enamorado sufriente unos días más. Y se espera del lector que se quede pensativo. Hagan el favor de simularlo.

  • Por último, el fin que más éxito hubiera tenido entre los tres lectores del Cajón, incluyéndome a mí: Él no resiste su ausencia, se dirige al hospital donde ella sigue en coma, no puede evitar besarla, y ella despierta diciendo que sí, que se llama Blanca y que su ‘nieve’ estaba adulterada. Este final debe ligarse con la opción número 1.

    Seguramente, y por lo poco que dan de sí en el fondo este par de atolondrados por la vida, de tener editor me hubiera embarcado en una novela plural, y ahora entraría a saco en esa especie de bicho que es la nueva camello, a medio camino entre la madrastra mala de la Blancanieves que podría haber sido y del futuro de esa Ella, que en el fondo no es mucho peor que acabar como reponedora en un supermercado de franquicias. O en uno de esos chicos anónimos que se la tiran sin amor, ya ves tú la novedad. O en la familia de pulgas que habitan el lomo de un perro sin futuro. O en el del trabajador de la perrera municipal que atrapa a ese otro prota. O en el del enterrador que los sucumba…

    Lo mejor, desde luego, fuera ser Vila-Matas, y enlazar con la meta-literatura, disfrutar con ello, y cobrar después. Así pues…)

Al día siguiente, él la encontró en la misma barra de bar. Su contacto no había llegado aún, así que, para huir de aquel símil de muerte que era no tenerla cerca, y con tan poca cosa que perder, decidió entrar y pedir una cerveza junto a ella, y preguntarle con la mirada si quería otra. Después de que ella aprobara sin mucho entusiasmo su propuesta, se sentaron en una mesa. Empezó a hablar él de futuro, y ella empezó a manchar sus rodillas con aquel hule roñoso; él la imitó. Apartaron sendas botellas para acabar sentados cómodamente encima de dos platos casi blancos. Ningún futuro parecía parecerles suficiente, así que se dieron la mano y decidieron cerrar los ojos, a la expectación de que un porvenir inigualable les tomara.

El huidizo escritor se sentó en aquella mesa, a pesar de que le parecía sucia y que la música ambiental de Camilo Sesto le parecía impresentable desde hacía décadas. Vila-Matas, implacable, engulló aquel aperitivo, sin preguntarse si eran los restos de algún otro comensal. Lo digeriría; le arrebataría sus proteínas y sus ensoñaciones, y extraería de su cuerpo el resto de su digestión. Por sus carnes, vagarían aminoácidos literarios. Por las tuberías de aquel bar sucio, dos personajes. Uno, masculino, observador de una mutación súbita de la biografía de ella, y de vocación paseante. Pero los dos en la misma vida de mierda, sin finales dignos. “Ya no puedo más/ siempre se repite/ esta misma historia./ Viviiir así es morir de amor…”

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Educar (Á. Caso)

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Me encanta el enfoque que da el diario Público de las noticias. Me gusta que los viernes regalen películas de autor. Y, desde luego, pienso que muchos de sus comentaristas son geniales (aunque no tanto como los de este blog, todo hay que decirlo). En este caso os traigo una reflexión de Ángeles Caso respecto a la violación que cometieron no hace mucho unos chicos. Creo que no tiene desperdicio...




Algunos menores violan a dos crías. Conmueve pensar en el sufrimiento de esas pobres niñas. Pero también en la confusión de esos muchachos a los que probablemente nadie ha enseñado a distinguir el bien del mal. Vivimos en una sociedad hipererotizada, en la que la mujer es presentada demasiado a menudo como un mero trozo de carne, un objeto para ser consumido por los varones, igual que unas deportivas o un coche. Y el sexo se nos ofrece como la satisfacción del deseo, sin más consecuencias. Una fórmula utilitaria que puede estar muy bien si es practicada por adultos libres e iguales, pero que sin duda crea un enorme caos en la mente de muchachos mal educados y, para colmo, con las hormonas a flor de piel y unas tremendas ganas de imitar a los mayores y a los héroes mediáticos que, por lo que se ve, follan sin parar..

Y es que educar bien no consiste en enseñar a los niños a usar la pala del pescado. Ni a hacer logaritmos. Educar bien es, creo, un largo proceso en el que deberíamos esforzarnos en convertir a nuestros hijos en seres éticos –otros preferirían decir morales–, en personas conscientes de su responsabilidad con el mundo. Supongo que hay muchos padres que lo intentan. Pero lo que triunfa es la lucha a dentelladas, la competitividad sin freno, el egoísmo absoluto.

Proponemos a nuestros críos ese modelo lleno de violencia del que todos formamos parte, unos obedientemente y otros con pasión. ¿Y luego pretendemos encerrarlos en instituciones cuando se saltan las normas que nadie les ha explicado? ¿No habrá que empezar por educar? ¿Y no deberíamos, antes de nada, educarnos a nosotros mismos?
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