Este año, por necesidades del guión –y aprovecho para llamar al guionista a mi despacho, que lo voy a dejar tieso y colorao−, he alterado las fechas significativas del calendario y, en plena previa de las navidades, me he puesto a celebrar yo el carnaval. No me he puesto una barba ni una casaca roja a lo papa noel, y si llevo algún cuerno, dudo que sea de modelo reno. Mi disfraz es mucho más sofis y diría que da mucho más el pego. Mi disfraz es de controladora (aérea?).
Así pues, salgo de casa hecha un pincel. Para ello, echo mano de cualquier artificio (lo que en jerga-disfraz viene llamándose “complemento”, y es en lo que una acaba dejándose una pasta cuando tiene una Reina a la que le encanta disfrazarse−. Así, en lugar de ponerme una de esas camisetas ya gastadas, de las que mi madre dice que son “color ala de mosca”, me hago con una blusita formal –la mayoría, huelga decirlo, regalos de mi mamá, cuyas indirectas sobre mi indumentaria no pueden considerarse exactamente sutiles−; en lugar de atarme a la cabeza uno de esos foulards enormes, estilo sandokán, me cuelgo elegantemente al cuello uno de ésos delicaditos pañuelos de colores sutiles, de los que si colgaran de una ventana se llamarían visillos. Las faldas de largo hippie y los vaqueros gastados se quedan en el armario; naturalmente, también las minis más arriesgadas o los leggins más cañeros. El conjunto-vestuario puede darse por finalizado con una chaquetita, bien sea modelo rebequita –que sí, juro que también tengo− o estilo americana, que en las mujeres parece que se llama más bien blazier (ya se sabe de la manía de los diseñadores de llamar al pan baguette y al vino chardonnay). Un taconcito formal, una bisutería fina −porque en eso sí que no me dejo yo la pasta− y unas gotas de colonia en el polo opuesto de la gama sándalo y similares, y paso inadvertida en cualquier buffete de abogados.
Y así, disfrazada de cabo a rabo, como un conglomerado que chapan de madera noble, me voy la mar de peripuesta hacia el hospital en el que últimamente tenemos la casita de invierno con subvención gubernamental. Y funciona, ¡vaya si funciona! Es verme, y pareciera que mi madre se relajara unos cinco trankimazines. Pues claro, llevo ese look de controladora oficial de la familia, y parecería que no hubiera hospitalcillo o enfermedad rebelde que se pudiera resistir a mi autoridad. Eso siempre visto desde la perspectiva de mi santa madre, claro, que nacida en un cortijo en medio de la nada, no vería una corbata hasta los 30 años. A mí me da un cierto mal rollito, porque no es mi estilo, y porque sólo llevo disfraces así cuando es el cumpleaños de ella, cuando tengo una reunión en la que quien me tiene que escuchar puede tener sus mismos prejuicios o cuando toca entierro. Pero la verdad es que una se pone el disfraz y la miran de otra forma. Pides que le cambien el suero al enfermo y tardan un 50% menos de tiempo; el médico ya sólo se dirige a una aunque hayamos ido a hablar con él una comitiva. Y, sobre todo, cuando le “traduces” la información a la granadina impresionable, que hace semanas que arrastra esa carita de perro asustado, notas que confía, te cree, y suelta lastre de proporciones Himalaya hecho yunque. Como me ponga las gafas, que sólo necesito para ir al cine, me recoja el pelo e imposte la voz, eso ya equivale a ser una Ally McBeal –no anoréxica− con habilidades extras: las de sacar todas las castañas que se atrevan a presentarse, del fuego.
Al pasar, camino a casa, por mi mini-barrio estilo pueblo, aunque me mira mucha más gente, me saluda mucha menos. Para mí que les cuesta reconocerme. Pero por fin, ya sí, llego al hogar-dulce-aunque-desaliñado-hogar y me quito todo tunning, me desdisfrazo y, con una camiseta de ésas enormísimas, de las que parecen pensadas para hermanos siameses, vuelvo a ser yo. Entonces quisiera yo también ser asistida, encontrarme a alguien disfrazado de enorme oso polar, con grandes brazos abiertos, y cobijarme, dejarme mecer mientras mi amigo el plantígrado anda ejerciendo sus habilidades de castañero, sacando un buen montón de castañitas que amenazan con quemarse al fuego vivo de estos últimos tiempos.
Como no hay oso que valga, la Reina vive en Babia y el perro sólo alcanzaría a disfrazarse de Bambi en miniatura, echo mano de lo mejor que tiene la navidad: el turrón de chocolate. Ahí sí, sin testigos ni interlocutores insidiosos, y puesto que toda lectura se me cae de las manos y luego cuesta una faena andar recogiendo letras desperdigadas por todas partes, hago zapping hasta que encuentro algo suficientemente triste o relativamente poco molesto, y me harto de llorar, me harto de chocolate y, curiosamente, me siento aliviada. En esa estampa ya sólo faltan mis amigos, que coroné hace ya tiempo como mi “otra” familia y que vienen a ser el más exquisito de los chocolates y mucho más perdurables, mandan brazos, toneladas de clínex y estufas de afecto, y así una, que se mete como nadie en el papel de una controller profesional, amanece al día siguiente con espíritu carnavalesco y dispuesta a simular comerse el mundo con patatas y un buen chardonnay.
Así pues, salgo de casa hecha un pincel. Para ello, echo mano de cualquier artificio (lo que en jerga-disfraz viene llamándose “complemento”, y es en lo que una acaba dejándose una pasta cuando tiene una Reina a la que le encanta disfrazarse−. Así, en lugar de ponerme una de esas camisetas ya gastadas, de las que mi madre dice que son “color ala de mosca”, me hago con una blusita formal –la mayoría, huelga decirlo, regalos de mi mamá, cuyas indirectas sobre mi indumentaria no pueden considerarse exactamente sutiles−; en lugar de atarme a la cabeza uno de esos foulards enormes, estilo sandokán, me cuelgo elegantemente al cuello uno de ésos delicaditos pañuelos de colores sutiles, de los que si colgaran de una ventana se llamarían visillos. Las faldas de largo hippie y los vaqueros gastados se quedan en el armario; naturalmente, también las minis más arriesgadas o los leggins más cañeros. El conjunto-vestuario puede darse por finalizado con una chaquetita, bien sea modelo rebequita –que sí, juro que también tengo− o estilo americana, que en las mujeres parece que se llama más bien blazier (ya se sabe de la manía de los diseñadores de llamar al pan baguette y al vino chardonnay). Un taconcito formal, una bisutería fina −porque en eso sí que no me dejo yo la pasta− y unas gotas de colonia en el polo opuesto de la gama sándalo y similares, y paso inadvertida en cualquier buffete de abogados.
Y así, disfrazada de cabo a rabo, como un conglomerado que chapan de madera noble, me voy la mar de peripuesta hacia el hospital en el que últimamente tenemos la casita de invierno con subvención gubernamental. Y funciona, ¡vaya si funciona! Es verme, y pareciera que mi madre se relajara unos cinco trankimazines. Pues claro, llevo ese look de controladora oficial de la familia, y parecería que no hubiera hospitalcillo o enfermedad rebelde que se pudiera resistir a mi autoridad. Eso siempre visto desde la perspectiva de mi santa madre, claro, que nacida en un cortijo en medio de la nada, no vería una corbata hasta los 30 años. A mí me da un cierto mal rollito, porque no es mi estilo, y porque sólo llevo disfraces así cuando es el cumpleaños de ella, cuando tengo una reunión en la que quien me tiene que escuchar puede tener sus mismos prejuicios o cuando toca entierro. Pero la verdad es que una se pone el disfraz y la miran de otra forma. Pides que le cambien el suero al enfermo y tardan un 50% menos de tiempo; el médico ya sólo se dirige a una aunque hayamos ido a hablar con él una comitiva. Y, sobre todo, cuando le “traduces” la información a la granadina impresionable, que hace semanas que arrastra esa carita de perro asustado, notas que confía, te cree, y suelta lastre de proporciones Himalaya hecho yunque. Como me ponga las gafas, que sólo necesito para ir al cine, me recoja el pelo e imposte la voz, eso ya equivale a ser una Ally McBeal –no anoréxica− con habilidades extras: las de sacar todas las castañas que se atrevan a presentarse, del fuego.
Al pasar, camino a casa, por mi mini-barrio estilo pueblo, aunque me mira mucha más gente, me saluda mucha menos. Para mí que les cuesta reconocerme. Pero por fin, ya sí, llego al hogar-dulce-aunque-desaliñado-hogar y me quito todo tunning, me desdisfrazo y, con una camiseta de ésas enormísimas, de las que parecen pensadas para hermanos siameses, vuelvo a ser yo. Entonces quisiera yo también ser asistida, encontrarme a alguien disfrazado de enorme oso polar, con grandes brazos abiertos, y cobijarme, dejarme mecer mientras mi amigo el plantígrado anda ejerciendo sus habilidades de castañero, sacando un buen montón de castañitas que amenazan con quemarse al fuego vivo de estos últimos tiempos.
Como no hay oso que valga, la Reina vive en Babia y el perro sólo alcanzaría a disfrazarse de Bambi en miniatura, echo mano de lo mejor que tiene la navidad: el turrón de chocolate. Ahí sí, sin testigos ni interlocutores insidiosos, y puesto que toda lectura se me cae de las manos y luego cuesta una faena andar recogiendo letras desperdigadas por todas partes, hago zapping hasta que encuentro algo suficientemente triste o relativamente poco molesto, y me harto de llorar, me harto de chocolate y, curiosamente, me siento aliviada. En esa estampa ya sólo faltan mis amigos, que coroné hace ya tiempo como mi “otra” familia y que vienen a ser el más exquisito de los chocolates y mucho más perdurables, mandan brazos, toneladas de clínex y estufas de afecto, y así una, que se mete como nadie en el papel de una controller profesional, amanece al día siguiente con espíritu carnavalesco y dispuesta a simular comerse el mundo con patatas y un buen chardonnay.
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11 comentarios:
Los disfraces cuando ayudan,protegen y animan son los más hermosos del mundo.Pasando el barrio tuneada cualquiera diría que un hospitalcillo consume existencia.
¡Muchos besos de chocolate!
Bon día Susanna, no sabes como me he reído con tu post y es que una se ha sentido plenamente identificada contigo, si hubiera seguido el gusto clásico superclásico de mi madre ella habría sido la mujer más feliz del mundo, salí yo con un gusto totalmente al revés de jeans y camisetas, en fín ya te lo imaginas, me has recordado muchísimo aquellos tiempos.Besos guapa.
Conozco a un oso que no necesita disfrazarse de oso, que abraza como un oso, que sabe guardar silencio. Te lo envío. Y no te importe no ser fuerte algunas veces.
Un abrazo
¡Cómo me he reído, Susana! ¡Y cómo te entiendo!
Como me tope con ese guionista malcriado que adelanta carnavales, le endiño un puñetazo. De tu parte y de la mía, claro, que no se puede reliar el mundo adelantando acontecimientos.
El sentido del humor, esa rara avis, te salvará de la incongruencia y de la autocompasión.
Tu sentido del humor nos relata tu disfraz, mas que adecuado para infundir respeto en esa "casita con subvención gubernamental" y, de paso, para dar una alegría a tu madre.
No te apures si te has de disfrazar todos los días. Nos pasa a muchos en muchas ocasiones. Como bien describes, lo mejor es cuando se vuelve a casa y se viste uno de sí mismo.
Lo del oso está bien si nos compensa esa presencia animalesca en casa. Pero si no es así, tampoco pasa nada. Desde aquí te mandaremos abrazos virtuales. No son lo mismo, lo sé, pero algo es algo.
Besos
Qué hermosura la mirada de desamparo de la gata.
Ven, Susanita , querida: yo no me pondré ropa de vestir, pero te juro que protejo a quien haga falta. Ven a fundirte aquí, en mi abrazo. Yo te estrujo.
Tu forma de contar las cosas realemente me entusiasma. Ese momento en que te quitas tu disfraz de controladora y te pones a comer chocolate, a llorar porque te da la gana y ha tirar las letras por el suelo... seguro que es el momento más reparador.
Un abrazo solidario
Me ha divertido mucho tu forma de contarlo. Es cierto, tienes razón. Una de las entradas que tengo preparadas para el blog lleva el título de Perfil, o perfiles. No tengo tiempo de ponerme, pero cuando la redacte remitiré a este Sacando hierro tuyo que complementa tan bien lo que pretendo contar. Lo mío irá en plan un poco más general, pero la queja viene a ser la misma.
Te corrijo: lo mejor que tiene la navidad es el turrón de yema tostada, dónde vas a parar. O el turrón de trufa al cointreau. O los bombones de trufa, o los bombones de coco recubiertos de chocolate. ¿No los conoces? O el Panetone. Qué tópico me veo, me percibo y me reconozco. De la navidad soy de los que como tú rescato sólo los dulces. Besazos por ese ánimo y por ese sentido del humor.
Ah, y domingo 13 un poema de Machado, que somos muchos, hasta María Jesús se ha apuntado... Yo te he incluido en mi entrada donde cuento un poco la gestación de todo el asunto.
¡Qué prosa tienes! A mí me encanta por lo 'español', los giros, el tono, que es como hacer un viajecito de ida y vuelta hasta allá, eso es leerte. Y bueno, te dejo un chiste para estos días difíciles, pero es que lo del chardonnay me lo ha devuelto a la memoria: Van dos españoles hablando y uno se sorprende de lo raros que son los franceses. Dice "vamos, pues uno entiende que al pan lo llamen 'pain' o que al vino le llamen 'vin', pero que al queso, tan claritito que se ve que es un queso ¡lo llamen fromage!
Un abrazo de camiseta ancha
Susana, yo para esto de vestir soy un desastre. En casa me dicen qué me tengo que poner para que la gente no se ría a mi paso. Difrazarse es bueno; es vivir la vida de otros, como diría Sabina en la canción del pirata.
Me gusta tu relato por su frescura y dinamismo. Veo que andas de pelea con la tele... no encontrarás muchas cosas interesantes, cada vez la veo menos. Ciertamente es una fuente de cultura, cada vez que la ponen me marcho a leer un libro.
Un beso y feliz fin de semana
Bon dia!
Desde adolescente, siempre he vestido como decía mi madre "diferente". Y la verdad, es de las pocas cosas que a lo largo de mi vida he tenido claro. Y porque no decirlo, me gusto.
Y para que conste, propongo un homenaje al chocolate y a los abrazos de los osos polares.
Besitos
Si acabo el finde sin leerte me falta algo para empezar bien la semana. Y bingo con esta entrada (la de machado no la he acabado porque se me ha hecho tarde) que me ha hecho reir. Y ahora te dejo porque ya me ha entrado morriña de mi oso que estara calentando la camita.Me ha gustado mucho. Besos.
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